Cuando terminamos de cenar son casi las doce. Los más pequeños están
reventados y se van quedando dormidos en brazos mientras bajamos rápido hacia
la costa en el autobús. S., mi hija mayor quiere ir a conocer la famosa
discoteca Mandala. Mandala es el nombre que se le da a las diferentes
representaciones simbólicas originarias del budismo y el hinduismo. Una especie de dibujo geométrico de cierta
complejidad. Nos bajamos los dos solos (J. mi mujer ha de cuidar a E., la
pequeña) y después de caminar un rato llegamos a la entrada, a un control en el
que debemos pasar una especie de examen como en los aeropuertos. Hay varios
tipos vestidos con camisa blanca, pantalón negro y un pinganillo en la oreja.
Dicen que son todos búlgaros especializados en proteger propiedades. Una chica
alta, guapísima y simpática nos explica qué debemos hacer para entrar:
básicamente pagar; quince euros cada uno porque todavía es temprano. Cuando lo
hacemos nos quedamos con la boca abierta. Es como haber entrado en un templo
oriental. Un templo del ocio donde a quien se venera es a los demás y a la
posibilidad de “mezclarse”. Hay salas por todas partes, maderas exóticas
talladas, árboles-esculturas y lámparas de colores, cojines en sofás antiguos,
cortinas de terciopelo, muebles estilo colonial, cristales y espejos que hacen
que el ambiente esté envuelto en un halo de misterio. Al bajar por las escaleras
vemos más recovecos, pasillos que parecen conducir a sitios ocultos. Abajo
llegamos a lo que parece ser la parte principal: la gran sala. Un poco más allá
una piscina de la que emerge un grifo achatado del que sale un chorro de agua. Hay
sobre todo jóvenes bronceados, muchos y muchas arrebatadoramente atractivas.
Seguimos hasta casi la orilla del mar. Hay altísimas palmeras artificiales, más
lámparas, sitios en donde cenar, rincones VIP donde estar casi en una intimidad
completa. Al camarero que nos prepara los mojitos le pregunto cómo subir a la
parte de arriba, que es como la cubierta de los cruceros. Me dice que son zonas
reservadas para gente importante. Podemos ver a muchachas bellísimas asomadas.
Es algo parecido a estar soñando. Pedimos unos mojitos y al rato nos vamos a la
zona donde ponen música latina. Bailamos una salsa y la gente nos hace un hueco
observándonos. Debo ser la persona de más edad de las dos mil que puede haber
dentro a las dos de la mañana. Cuando terminamos algunos nos aplauden. Una
chica que había estado mirándonos se pone a bailar conmigo un merengue, el
baile más fácil de bailar porque tiene la cadencia del caminar. Es de Valencia
de treinta y un años, me confesó, y la mar de simpática. A mi hija también la
sacaron a bailar otros chicos y le preguntaban cómo era que estaba con un tipo
tan, digamos, mayor. El que se enteraran que era en realidad su padre relajaba
bastante el ambiente. A mi edad los problemas de tener complejos van
desapareciendo. No me importa lo que piensen los demás pero uno se va dando
cuenta que en cada vez más sitios se está más de más. Cuánto daría por volver a
ser más joven –aunque no tanto como ellos- conservando el espíritu que tengo
ahora.
Cuando salimos, a las tres de la mañana, la cola para entrar es aún
mayor. Y ríos de jóvenes vienen por el arcén de la carretera invadiendo todos
los sitios de copas.
Lo más positivo de la noche es haberle preguntado a mi hija si lo había
pasado bien y que me contestara que sí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario