Esta mañana, la primera de verdadero otoño,
he salido a correr poco antes de comer. Hacía un poco de viento que hacía que
se arrastraran las primeras hojas. Caían gotas de lluvia y en el aire flotaba
un aroma delicioso a tierra mojada. Qué contraste con el calor de Mojacar. Uno
de los últimos días decidimos ir a cenar todos al pueblo, situado en lo alto de
una montaña. El autobús nos deja en mitad de una cuesta pero enseguida llegamos
a un mirador desde el que se divisa una vista de pájaro. Hay mucha gente,
turistas japoneses que nos observan curiosos tal como los observaríamos a ellos
de estar nosotros allí. Después de las fotos nos dirigimos hacia la parte alta
del pueblo. Tienen encanto las plazas y las calles. Me fijo en un extranjero de
unos sesenta años sentado a la puerta de una taberna. Se toma una cerveza
fresca y se fuma un cigarrillo mientras lee un libro de espías. Estoy de
acuerdo con él en que así se puede llegar a ser feliz. Los niños empiezan a
tener hambre y J. y yo vamos de avanzadilla a ver si encontramos un sitio
decente. Cerca del lector hay un restaurante italiano. Pasamos dentro y llegamos
a una gran terraza que cuelga de un acantilado como un gigante nido de águilas.
Reservamos mesa y vamos a buscar al resto. Cuando nos sentamos descubrimos que
no estamos solos. Hay unas cuantas mesas ocupadas por parejas o familias de
adultos. Siento que se les ha acabado la tranquilidad. Nuestros niños no son
capaces de estar sentados más de cinco minutos. A dos se les caen los refrescos
al suelo. Pienso que necesito un viaje de adultos en los que estén prohibidos
expresamente. No obstante las pizzas resultan deliciosas, las cervezas, unas alhambra
de botella verde, frías y las camareras guapas y simpáticas. La temperatura
exquisita y el cielo lleno de estrellas. ¿Qué más se puede pedir? Ya sé, los
niños…, pero era imposible.
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