06 de agosto. Playa de los muertos.
Pasado Carboneras y después de una carretera sinuosa en la
que puede verse, en ocasiones, la costa muy abajo, llegamos a un aparcamiento
donde coches esperan el turno para entrar en un aparcamiento al aire libre
y donde el ayuntamiento cobra cuatro euros por aparcar. Sacamos todo el equipaje
necesario para pasar unas horas en la playa: neveras, sombrillas y un largo
etcétera. La playa, natural y de difícil acceso, está a veinte minutos
caminando por una senda llena de rocas. ¿Cómo pudo llegar el hombre blanco al
nacimiento del Nilo con aquellos bártulos? Creo que la respuesta está en que no
había mujeres, o al menos no eran como Mary Kingsley, y no había niños (y
tenían porteadores). El reguero de gente es continuo y al llegar vemos que la
anchura entre dos enormes entrantes del mar, la playa, es de unos quinientos
metros y está a rebosar. Para establecernos no tenemos más remedio que molestar
a los que, como nosotros, han ido a estar solos en una playa exclusiva. Hay
tantas piedras y tan bonitas que me llevaría un buen montón pero no podría
transportar ni un gramo más a la vuelta sabiendo que encima es cuesta arriba.
Al principio nos
acompaña el mal humor pero para eso hemos llevado las neveras. Sacamos un
estupendo vino blanco, unas patatas y unos nachetes y pronto, después de los
brindis, reímos como niños; más que ellos. En ocasiones es necesario echar un buen trago.
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