Hay que tener pelotas para ser una mujer que vive en plena
época victoriana, recibir una renta suculenta después de la muerte de sus
padres y embarcarse en un viaje hacia lo más salvaje del África occidental. Lo suyo, lo lógico, hubiera
sido irse a recorrer Europa o Inglaterra y disfrutar de su patrimonio como hizo
su hermano, menor que ella. Pero no, prefirió irse allí a pasar
calamidades pero, claro, si hubiera hecho eso no hablaría nadie de su aventura y no
hubiera vivido las extraordinarias experiencias que vivió. En un momento en que contemplaba un paisaje
maravilloso se lamenta únicamente de no haber ido mucho antes, a pesar de los
peligros de los animales salvajes, de los mosquitos y de los fang, una tribu
caníbal de la que se hizo bastante amiga y con los que convivió por un tiempo. Parece que en
todo grupo humano se reconoce la excelencia.
Las peripecias de
esta mujer están bien contadas, tienen su gracia. Nunca, debido a mi
temperamento normalmente sedentario, me atrevería ni siquiera a algo parecido, pero
me encanta leer cosas de personas extraordinarias que emprenden tamañas
empresas. A ella, a tenor de este párrafo le pasaba lo mismo: “Hasta ahora mi
literatura favorita era aquella debida a gentes que se habían entregado en
cuerpo y alma a la montaña, que habían escalado los picos más altos…” y sigue “Por
nada del mundo me vería enfrentada a estos supuestos, ni a cambio de nada me
aventuraría en algo semejante. Son experiencias que valen, al menos para mí,
para ser imaginadas sentada en un sillón cómodo…”. Pues eso.
Otra cosa que me ha
hecho gracia es que estaba un poco escaldad de los misioneros, de los
predicadores. “Lo peor que le puede ocurrir a un africano es que alguien llegue
y le diga, venga, voy a civilizarte, voy a llevarte a la escuela, voy a
enseñarte religión”. Concluía que meter en la cabeza de los nativos esas ideas
confusas sobre la religión hacía más fácil el sometimiento “Míster Ibea no
aceptaba que los términos civilización y sometimiento fueran antónimos. Según
él, eran sinónimos”.
Mary Kingsley se
molestó en aprender de los pueblos que visitaba. Su lengua, su cultura, sus
ideas, sus mitos y religiones. Por ejemplo decía “Dios hizo negro al primer
hombre” y al atravesar los ríos y las selvas se volvió blanco, convirtiéndose
así, también, en el padre de los hombres blancos. Y concluye la teoría. “No,
nosotros estamos bien así, tenemos nuestras danzas, nuestros tambores, todo lo
que deseamos comer; no queremos ir al otro lado del río, donde viven los
hombres blancos”. Pues eso.
Kingsley nació en
1862, justo cien años antes que yo. Tras alistarse como enfermera en la segunda
guerra de los Bores murió en 1900 de unas fiebres tifoideas. Vida ciertamente corta e intensa, pero, entre
otras cosas le dio tiempo a defenderse de un cocodrilo dándole de paraguazos.
¿No es emocionante?
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