Quizás no sea el título más apropiado para llevar a la playa pero nunca he dicho que sea yo nada normal.
Es la
historia que casi nunca nos han contado. En infinidad de libros, documentales y
películas la de II Guerra Mundial se acaba cuando llegan “los buenos” y se
liberan los campos de concentración. Pero las atrocidades siguieron, para
muchos millones de personas, con más brutalidad si cabe.
Ha sido interesante su lectura pero a pesar de lo que confiesa su autor,
el joven historiador británico Keith Lowe, quien dice haber escrito su libro de
documentos originales y nunca antes utilizados, me ha seguido pareciendo algo
ya leído. No escatima el horror en sus narraciones y reparte culpas entre la
multitud de bandos. Porque uno de los aciertos del libro, a mi entender, es el
que en ese descomunal conflicto había muchísimas ramificaciones: limpieza
étnica, religiosa, poder, territorio, venganza, frustración, etc. Todo ello se
explica de maravilla en el capítulo final “Conclusión”. “Algunas de las peores
atrocidades de la guerra no tuvieron nada que ver con el territorio, sino con la
raza o la nacionalidad. Los nazis no atacaron la Unión Soviética sólo por
motivos de Lebensraum: fue también la expresión de sus deseos de afirmar la
superioridad de la raza alemana sobre los judíos, los gitanos y los eslavos.
Los rusos querían propagar el comunismo lo más al oeste que pudieran”.
Y ahí coincide con lo que he proclamado infinidad de veces: El final de
la guerra y la posguerra no dejó de ser un gigantesco juego del pañuelo. Éste
se situó en Berlín dieciséis años después, definiendo la raya de separación entre los dos bandos que
se prolongaría durante veintiocho años.
En definitiva, un buen libro para aprender cómo somos ahora y de dónde
venimos. “La Segunda Guerra Mundial era como un enorme superpetrolero que
surcaba las aguas de Europa: tenía tantísimo ímpetu que, si bien hubo que
cambiar totalmente sus motores en mayo de 1945, su recorrido turbulento no se
detuvo hasta muchos años después”.
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