05 de agosto. Doce de la mañana.
Desisto de permanecer
en la playa un minuto más. Huyo del sol abrasador que convierte las
piedrecillas en metal fundido. Me voy a buscar un sitio fresco donde poder leer
en paz. Encuentro un hotel coqueto donde hay una terraza elevada de madera y
corre una agradable brisa. Saco mi cuadernito de tapas rojas y el libro de Mary
Kingsley sobre sus viajes a África. Tendría que haber tomado notas a diario
como he hecho en otros viajes. En el recuerdo, los acontecimientos, más bien
escasos, se amontonan. Veo caminar hacia la playa a jóvenes que acaban de
levantarse. Pasa un coche en el que un
tipo rapado saca medio cuerpo por una ventanilla superior. Levanta el puño
amenazando a los transeúntes, a una pareja que pasea les hace la peineta y les
grita “¡¡¡que os jodan!!!; ignoro el motivo; estoy tan lejos de todo eso…
Tengo también el
encargo de mi hija S. de comprarle el segundo tomo de Los Juegos del Hambre. Se
ha quedado sin lectura y se aburre un poco. A pesar de que en casa hay cientos
de libros y de que algunos se los he recomendado porque intuyo que le
gustarían, jamás ha leído nada sugerido por mí. Siempre contesta: “no son temas
que puedan interesarme”.
Después de pagar el
agua con gas recorro los sitios donde puede que tengan libros: estancos, tienda
de suvenires, quioscos, supermercados…, nada. Es imposible comprar la segunda
parte de una novela de éxito juvenil en un buen trozo de costa española. Le
digo a mi hija: “no lo he encontrado, para los comerciantes debe ser tan difícil
vender aquí libros como en el Ártico helados”.
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