El nombre de Jack London evoca a la naturaleza en estado salvaje, a lobos blancos corriendo por parajes interminables, a hombres embrutecidos buscando del oro por rutas intransitadas de Alaska. A mi también me sugiere películas juveniles de aventuras, de Walt Disney, pero es que, comparada, la vida de Jack London es la más descabellada de sus ficciones. London fue un escritor de muchísimo éxito; el predecesor en fama y dinero de Hemingway. Pero le tocó vivir en un tiempo y en un lugar despiadado.
London cuenta que aprendió a contar cuentos por necesidad; cuando llamaba a una puerta en busca de comida, debía relatar bien sus aventuras para que no le dieran con las mismas en las narices. Se dice que sus novelas están demasiado bien estructuradas; demasiado redondas, fuera del caos de la realidad. Otros dicen que ahí está su acierto para mantener en vilo al lector.
Herbert Spencer mantenía la teoría de que para la humanidad, la lucha por la supervivencia, y consecuentemente, la eliminación de los más débiles e inadaptados, era la base para alcanzar el estado más perfecto para la sociedad. En los años primeros del siglo XX ésa era la tónica de los hombres en tierras salvajes.
London fue un viajero incansable. Intentó sin éxito dar la vuelta al mundo contrayendo varias enfermedades tropicales agravadas con su alcoholismo, lo que significó el deterioro de su salud; él que siempre se había sentido orgulloso de su físico y de su fuerza.
Le empezó a tentar la idea del suicidio. Veía con atracción su revolver colgado de la pared (confesó a su hermana que creía estar volviéndose loco) y comenzó a sustituir el alcohol por la morfina y la heroína.
Siempre defendió el derecho del ser humano a disponer de su vida y quizá hizo uso de esa libertad irrenunciable una noche de 1916, cuando se administró, quizá para soportar sus dolores renales y su enconado insomnio, una sobredosis de sulfato de morfina mezclado con atropina.
Bueno, su vida, después de administrarse esa mezcla incorrecta, necesitaba de algo más de suspense y de intriga, porque resulta que esas dos sustancias son antitéticas, y su agonía, después de multitud de intentos por salvar su vida, duró doce horas. Tenía cincuenta años.
London cuenta que aprendió a contar cuentos por necesidad; cuando llamaba a una puerta en busca de comida, debía relatar bien sus aventuras para que no le dieran con las mismas en las narices. Se dice que sus novelas están demasiado bien estructuradas; demasiado redondas, fuera del caos de la realidad. Otros dicen que ahí está su acierto para mantener en vilo al lector.
Herbert Spencer mantenía la teoría de que para la humanidad, la lucha por la supervivencia, y consecuentemente, la eliminación de los más débiles e inadaptados, era la base para alcanzar el estado más perfecto para la sociedad. En los años primeros del siglo XX ésa era la tónica de los hombres en tierras salvajes.
London fue un viajero incansable. Intentó sin éxito dar la vuelta al mundo contrayendo varias enfermedades tropicales agravadas con su alcoholismo, lo que significó el deterioro de su salud; él que siempre se había sentido orgulloso de su físico y de su fuerza.
Le empezó a tentar la idea del suicidio. Veía con atracción su revolver colgado de la pared (confesó a su hermana que creía estar volviéndose loco) y comenzó a sustituir el alcohol por la morfina y la heroína.
Siempre defendió el derecho del ser humano a disponer de su vida y quizá hizo uso de esa libertad irrenunciable una noche de 1916, cuando se administró, quizá para soportar sus dolores renales y su enconado insomnio, una sobredosis de sulfato de morfina mezclado con atropina.
Bueno, su vida, después de administrarse esa mezcla incorrecta, necesitaba de algo más de suspense y de intriga, porque resulta que esas dos sustancias son antitéticas, y su agonía, después de multitud de intentos por salvar su vida, duró doce horas. Tenía cincuenta años.
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