miércoles, 14 de octubre de 2020

OBLOMOV. IVAN GONCHAROV.

  En un libro comentado recientemente, Encuentros con libros, de Zweig, decía que leyendo sus reseñas daban ganas de salir corriendo a comprar el libro en cuestión. Bien, pues este es uno de ellos. Tanto me gustó lo que habló de él que me puse a ello, a buscarlo. Quise que fuera una edición fiable porque ya sabemos que hay por ahí traducciones que son un verdadero espanto. Encontré en librerías de viejo ediciones muy pintonas, de cantos de filigranas doradas, tapas duras, etc, bastante bien de precio pero eran de los años setenta, ochenta, y me dio miedo. Entonces supe que Lydia Kúper Velasco había hecho una traducción excelente en el año 1999 para la editorial Alba. Y entonces fui a mi librería de referencia, la Antonio Machado y, efectivamente, allí estaba. El problema era el precio y el dineral que llevaba ya gastado. Normalmente adquiero unos cinco o seis libros al mes, así que cuando me paso de ese número me impongo cortar el grifo hasta que mi cuenta se recupera algo. El precio eran 26 euros muy golosos que no me podía, o no me quería permitir, así que busqué en internet y este hecho me ha servido para conocer una librería maravillosa, muy cerquita de la Machado: Dédalo, enfrente del hotel Suecia, en la calle Madrazo. Me pasé, y después de llamar al timbre me abrió un señor calvo, como yo, muy asustado por el virus, diciéndome que estaba cerrado. Se lo encargué no obstante y aún me dio tiempo a echar un vistazo asombrado a la cantidad y la calidad de los libros, libros en su mayoría de autores hispanos. El caso es que fui a los diez o doce días a recogerlo en persona. Ya no estaba el señor. Sí una señorita de lo más simpática y servicial, argentina ella. Estuvimos hablando un buen rato: de mi hermano que se fue allá y volvió, de periodismo, de la pandemia, claro, de la guerra de las Malvinas… y me tuve que ir porque me caducaba el aparcamiento vigilado. Me ahorré unos cuantos euros y supe que mi ejemplar había pertenecido a un señor que tenía embalados no sé cuántos miles de libros en un almacén y que su papá compró. Está en perfecto estado.

  La lectura de esta novela, como a Zweig, me ha encantado. Casi no pasa nada ni falta que hace. Un hombre, Oblomov, no hace nada durante el día. Se levanta, come algo, lee algo, se duerme, se pone su batín, se vuelve a dormir, mientras en unas tierras suyas, lejanas y mal administradas, alguien le envía dinero a su casa donde viven unos cuantos sirvientes. Todo es así. Indolencia, vagancia, parálisis. Pero un día un amigo suyo le presenta a una amiga y su vida de un, digamos, ligera sacudida. Pero ante los engorros del amor decide que no, que eso no es para él. Y así va pasando su vida sin más sobresaltos. “El problema es que se pierde en sus sueños y se olvida de vivir” dice Zweig. “Nunca se había ofrecido un estudio psicológico tan detallado de la pereza, la capacidad para vencer la inercia”. Así es. Cuántas veces habré dicho: Si paras, no arrancas de nuevo. Todos los días hay que vencer la inercia de no levantarse de la cama. Más en estos tiempos que nos está tocando vivir. Me ha conmovido leer a Zweig cuando dice apenarle profundamente separarse del personaje, incluso gritándole: “despierta, despierta, estás dejando la ocasión de ser feliz”. Y termina: “¿Quién de nosotros no ha sido un Oblómov alguna vez en su vida?”. Yo, lo confieso, más de una vez.

  Párrafos subrayados: Éste, representativo de la molicie: “…coge una jarra de kvas, sopla encima para apartar las moscas que nadan por ella y dejarlas así en el lado opuesto, y éstas, hasta entonces inmóviles, se agitan alocadamente con la esperanza de mejorar su situación; se humedece la garganta y cae de nuevo en la cama como si le hubieran pegado un tiro”.

  “ayer deseas, hoy consigues lo que deseas con delirio, con pasión y pasado mañana te avergüenzas de haberlo deseado. Luego maldices la vida por haber cumplido tu deseo y éste es el resultado del voluntarioso quiero, del empeño de caminar con independencia y audazmente por la vida”.

  “… la mayoría de los hombres contraía matrimonio como quien adquiere una propiedad, pensando en sus indudables ventajas: la mujer llevaba el orden a la casa, era madre y educadora. Consideraban el amor lo mismo que el hombre práctico considera el emplazamiento de la propiedad, y cuando se acostumbra a él, no le hace ni caso”.

  “No había nacido, ni fue educado, para ser gladiador, sino para simple espectador de la lucha. Su espíritu tímido e indolente no podría resistir las inquietudes de la dicha ni los zarpazos de la realidad”.

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