En el
último curso del bachillerato de mi hija pequeña le mandaron comprar –se supone
que para leer- este libro pero cuando los primeros alumnos llegaron con su
ejemplar en la mano el profe se asustaría –por lo gordo imagino- y desechó la
lectura y el estudio en torno a este clásico. Al final eligieron uno de los más
finos de Nietzsche, creo. No me enfadé demasiado por el gasto porque el caso es
que quería leerlo desde hacía años. Qué pensaba sobre un tema tan controvertido
un ser excepcional, tan determinante en la historia del pensamiento europeo hace
trescientos años. Leo por ahí que cuando se publicó, tal fue la reacción
adversa de los poderes mediáticos, dijéramos, que hubo de exiliarse en su país
de nacimiento, Suiza. Creo que si lo hubiera publicado en este año de la
pandemia se hubiera tenido que ir también. Lo que no sé es adónde. ¿Y por qué?
Por sus ideas en torno a la mujer y a su papel en la sociedad, de lo que se
colige que por muy frescos mentales que seamos siempre existirá una sociedad
posterior que nos ponga a caldo.
El libro, de ochocientas páginas de letra
menuda se lee bien. Ejem, es un decir. Casi me dejo las pestañas y me he prometido
que ya tengo que tener muchas ganas de lectura para embarcarme en semejante odisea.
Mis pobres ojos casi sesentones ya no soportan tan menuda tipología. Y por
supuesto debe ser con muy buena luz.
El ser humano nace y debe mirar a la
naturaleza. El hombre es bueno por naturaleza y la sociedad lo envicia, lo
malea. Esa es en resumidas cuentas la idea de este libro. Pero habla de muchas
más cosas. Me recuerda a una reflexión que hice yo hace unos años viendo un
programa de pueblos africanos o del Amazonas donde la mayor cantidad de horas
las pasaban los niños jugando y buceando en el mar o los ríos cercanos. Y lo
comparaba con nuestros niños, sujetos cada día a camisas de fuerza en forma de
colegios y actividades extraescolares, como si no tuvieran suficiente.
“Platón, a quien se cree tan austero, sólo
educa a los niños en fiestas, juegos, canciones y pasatiempos; se diría que ha
cumplido con todo una vez que les ha enseñado
bien a divertirse”.
Una consideración sobre los libros en los
niños. Algo de eso he pensado siempre. Se inculca demasiado pronto la lectura
en niños cuyo interés está a años luz de la letra impresa. “A los doce años
Emilio apenas sabrá lo que es un libro. Pero, al menos, se me dirá, que sepa
leer. Lo admito: es preciso que sepa leer cuando la lectura le sea útil; hasta
entonces sólo es buena para aburrirle”.
Y una idea que me ha hecho reír porque lo he
pensado toda mi vida, incluso desde que me leían el catecismo siendo yo niño: “Si
yo tuviera que pintar la estupidez importuna, pintaría a pedante enseñando el
catecismo a unos niños; si quisiera volver loco a un niño, le obligaría a
explicar lo que dice cuando recita su catecismo”. “…Digo además que para
admitir los misterios, hay que comprender al menos que son incomprensibles”. “¡Hay
que creer en Dios para salvarse! Este dogma mal entendido es el principio de la
sanguinaria intolerancia, y la causa de todas esas vanas instrucciones que
asestan el golpe mortal a la razón humana”.
Un apunte sobre la felicidad con el que tengo
que estar de acuerdo: “El bien y el mal nos son comunes a todos, pero en
medidas diferentes. El más feliz es aquel que sufre menos penas; el más
miserable quien siente menos placeres. La felicidad del hombre en este mundo no
es, pues, más que un estado negativo; hay que medirla por la menor cantidad de
males que sufren”. Y más adelante: “La felicidad del hombre natural es tan
sencilla como su vida; consiste en no sufrir”.
“Y
¿qué es el verdadero amor sino quimera, mentira, ilusión? Se ama mucho más la
imagen que nos hacemos que el objeto a que se le aplica. Si viéramos lo que
amamos tal cual es, no habría amor sobre la tierra”.
Me ha gustado su lectura. He tardado más de
dos semanas en terminarlo. Tiempo largo para lo que acostumbro pero ha merecido
la pena. Y lo paso al rincón de los clásicos. Por cierto que en Visor, donde
estuve ayer viendo algunos libros no tenían nada de Plutarco, al que Rousseau,
junto a Montaigne y otros, mienta una y otra vez.
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