jueves, 18 de junio de 2020

JAVIER MELERO. EN ENCARGO.



  Acabado el libro de Melero sobre el Procés. ¡No quería que se acabara! Me ha pasado como con pocos libros: ¿Qué leo a continuación que me interese tanto como esto? Y creo que me voy a decantar por uno de relatos de Manuel Rivas, que me lo leeré en un par de días como mucho. El de Rivas, Maldita Alma, me ha durado un asalto: sin fuste. Porque si no me gustaba uno, me gustaría otro. Ninguno para recordar.
  Seguí las sesiones del juicio con verdadero y obsesionante interés. Lo veía en directo cuando podía y, si no, en diferido en cuanto llegaba a casa. Todo me interesaba. Me fijaba en las declaraciones, en los gestos de los jueces, de los abogados, las dificultades de unos y otros. Los nervios de los primeros días, el aburrimiento de las últimas jornadas, ya con todos agotados. Y Melero, precisamente era el que más simpático me parecía. Todo un profesional. Esta crónica tiene varias referencias al mundo del boxeo, de la literatura, del cine, de las ciudades de Madrid y Barcelona principalmente, de la gastronomía. Cada capítulo lleva como entradilla la declaración de algún boxeador. Una de las que más gracia me ha hecho es una de Tyson: “Todo el mundo tiene un plan hasta que le cae la primera hostia”. Filosofía pura en una montaña de músculos.
  Una anécdota que me ha hecho gracia. A Paco, el funcionario del Supremo, el encargado de reproducir los videos y un montón más de labores logísticas, le da un mareo y lo tiene que atender el médico forense de la sala. La reflexión de Melero es acordarse de la película de José Luis Cuerda, Amanece que no es poco, donde dice que estaba convencido que “todos éramos contingentes; sólo Paco era necesario”. Se lo dijo a Marchena y no pudo estar más de acuerdo.
  Luego, en  mi opinión, resalta una de las declaraciones del secretario de estado de interior, Nieto, cuando dice por su boca: “Nieto dio la clave esencial para comprender cuál había sido la voluntad que guiaba la acción del gobierno del Estado aquel día: impedir que aquello que se estaba haciendo pareciera un referéndum homologable. Que nadie pudiera decir, ni en España ni en el extranjero, que aquella votación tenía la menor validez”. Eso mismo he repetido yo mil veces cuando escuchaba que el Estado hizo mal las cosas provocando aquellas lamentables escenas. Ellos fueron los culpables. Y ellos mismos ha dicho una cosa y la contraria: que utilizarían los resultados del referéndum para avanzar en la independencia y que era una herramienta para sentar al gobierno en una negociación. Más torpes imposible. El Estado era un perro grandullón medio adormilado en el que tiene que soportar los ladridos del nervioso perrillo faldero, una y otra vez, hasta que se cansa y suelta un ladrido poderoso acompañado del consiguiente mordisco. Ahora, claro, el perrillo se va con quejas a buscar consuelo a otra parte diciendo lo malo que es el perrazo.
  También se desvía de tanto en tanto del juicio para mantener la salud mental, tarea nada fácil. Y se va a cenar enfrente de la casa donde nació Jardiel Poncela, y recuerda un dicho de él: “Sólo hay dos maneras de conseguir la felicidad, una hacerse el idiota; otra, serlo”. Y en esas estamos.
  Me ha encantado su lectura si bien tampoco he estado de acuerdo en todas sus reflexiones. Como se dice ahora mucho: a veces he visto demasiada equidistancia. No se puede saltar uno la Constitución y pensar que el Estado no va a reaccionar, por mucho que dijera Junqueras que no había nadie al otro lado de la mesa. Sí que había, lo que ocurre es que no había nadie –ni podría haberla- para hablar de una cosa que no les compete: la independencia de una parte de nuestro territorio español. Dos años después la procés está herido, la gente en la cárcel y su entorno sufriendo. Estupendo.

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