Las últimas fotografías de Houellebecq lo
presentan avejentado, con el pelo largo y aparentemente sucio y con los
párpados caídos, como cansado de escribir o de vivir. Así es como me ha
parecido esta novela. Y mira que me han gustado las anteriores pero cuando solo me
quedaban treinta o cuarenta por leer me preguntaba: ¿qué me quieres contar por
el amor de Dios? Su fuerte eran las
escenas sexuales, desinhibidas, sorprendentes, inquietantes. Aquí parece
haberse quedado como su personaje: despojado de la libido a costa de inflarse
de tomar antidepresivos. Sólo unas escabrosas y sofocantes escenas de
pornografía y bestialismo. Una pincelada para cubrir su expediente.
Tiene el protagonista varias relaciones a
cual menos interesantes. No profundiza en nada a no ser en el aburrimiento.
Mucho me tiene que convencer para volver a
comprar y leer algo suyo. Desde luego no me gastaré casi veinte pavazos para
leer esta cochambre. Intenta arreglar algo en uno de los capítulos finales (en
realidad podría haber sido uno de esos relatos que publican en los periódicos
en verano a falta de algo más sustancioso) hablando de Thomas Mann o Proust. “…
el escritor, contrariamente a lo que cree todo el mundo, no necesitaba en
absoluto conversaciones intelectuales, sino amores ligeros con muchachas en
flor”. Buen intento. “Por más que Proust y Mann poseyeran toda la cultura del
mundo, por más que estuvieran a la cabeza (en el impresionante comienzo del S
XX, que sintetizaba por sí solo ocho siglos e incluso un poco más de cultura
europea) de todo el saber y toda la inteligencia del mundo, por mucho que
representaran, cada uno por su lado, la cima de la civilización francesa y
alemana, es decir, de las civilizaciones más brillantes, más profundas y
refinadas de su época, no habían estado menos a merced, y dispuestos a prosternarse,
ante cualquier coño húmedo o ante cualquier polla valientemente erguida, según
sus preferencias personales”. Así. Madre mía que ataque de fatiga ha debido
sufrir este hombre.
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