Alguna vez nos ha pasado que vamos a una
función de teatro cómico, a algún monólogo de humor, o asistimos al esfuerzo de
un espontáneo por contarnos el chiste más gracioso –y largo- de la reunión y,
simplemente, nos cuesta hasta sonreír. Esto es lo que me ha pasado con la
lectura de este libro de Eduardo Mendoza. Y mira que me dio pena. Me inflé de
reír con la suya sobre Gurb. Pero este, vaya a usted a saber por qué, no me ha hecho ni pizca gracia. Cuando
llevaba más de treinta páginas de sonrisa enlatada y vi lo que me quedaba por
leer, supe que no lo acabaría. En esto soy cada vez más tiquismiquis, que ya va
uno cumpliendo sus años, cincuenta y siete para ser más exactos. Dejó de
interesarme absolutamente. Sin la pretendida gracia, ¿a quién le puede importar
el desenlace? Así que, como hago otras veces ante las mismas circunstancias,
leí en diagonal a cinco páginas por minuto y a la balda que lo llevé. Total, me
costó un par de euros en el Rastro de Madrid. Y eso que en marzo de 2001, fecha
de esta edición, era la tercera desde febrero. Éxito, pero… más lo siento yo.
El comienzo prometía: un loco al que una especulación
urbana deja en la calle. Buscarse la vida a través de diferentes negocietes
graciosos, trato con putas y gente marrullera, Barcelona otra vez de fondo, en
esta ocasión la postolímpica. Pero con cada vuelta de página un peso muerto más
entre las manos. Quizá me haya pillado en mal momento. Quizá no esté preparado
para el humor al igual que para la poesía, quizá, yo qué sé. Una al azar: “En
toda la mañana sólo tuve dos trabajos: lavar y desenmarañar el pelo de unos
mellizos para que pudiera vivir por separado y expulsar un ratón, al que
sorprendí pimplándose un bote de leche corporal al PH5…”. O sea, no. Que no.
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