Sábado. Hemos
decidido no salir a ninguna parte a pesar del buen tiempo. A veces un día
completo de aburrimiento es reparador, un trampolín para continuar, sobre todo
si la noche anterior te has pasado con la cena y las copas. Leer, comer, ver
alguna película, dormir. Pero no hay día que no tenga su afán, su anécdota para
recordar.
Ha vuelto a caer
a nuestro patio la cría de pájaro de todos los años. Cuando una cría de pájaro,
todavía inmaduro, cae del nido, intentando volar, está sentenciado a muerte.
Ella viene agitada como siempre que aparece un bicho en casa, sea este el que
sea: una salamandra, un grillo, una cucaracha. No digo nada si fuera una rata.
Seguramente llamaríamos a los servicios de urgencia. Ella es incapaz de tomar
el sol en el mismo sitio que una cría de pájaro que intenta sobrevivir. Me pide
que haga lo que sea para que el pájaro desaparezca. Ha volado en caída libre
desde un árbol cercano. Es la cría de un tordo. Sus padres están cerca y se preocupan
hasta cierto punto. Viste por encima algunas plumas a medio hacer,
desordenadas, negras. Por debajo, su cuerpo desnudo tiene el color del plomo
frío, azulado, venoso. Tiene las patas demasiado evolucionadas para su tamaño,
como un dinosaurio de juguete. Está detrás de las macetas y se escabulle cuando
paso la escoba intentando arrastrarlo hacia afuera. Tiene un piar desesperado,
como los bebés de los humanos cuando sienten hambre y desolación. De todas
formas es un grito tolerable. Habría que saber por qué este es tolerable y el
de las ratas no. Quizá es porque las ratas son más como nosotros. Logro sacarlo
de la zona de las macetas pero se escapa detrás de la barbacoa. Todavía tiene
algo de fuerzas. Ahí es imposible sacarlo. Ella agarra la manguera y enchufa hacia
el hueco. El pájaro aguanta el chaparrón sin una queja. Me imagino un bebé
recibiendo un chorro de agua fría aunque sea primavera. Como no sale ni
reacciona ella corta el agua y deja la manguera. Ha salido del hueco
inalcanzable pero sigo sin poder agarrarlo con la mano. Utilizo una herramienta
del jardín. Paso la parte ancha por detrás de su cuerpo y lo arrastro hasta el
borde de mis zapatillas. Tiene el pico mirando al cielo. Un rigor mortis. Creo
que se ha rendido a seguir viviendo. Apenas protesta y lo subo a un recogedor
de basura. Lo lanzo con cuidado al jardín exterior, al otro lado de la valla. Se
oye un golpe seco, sin alas. Quizá sus padres se hagan cargo pero lo dudo. Más
bien será el alimento a algún gato que sirva para dar de comer a otras crías.
Es la cadena de la vida y de la muerte. El resto de la tarde sigo con el pájaro
alrededor de la cabeza. Por la noche tardo en dormirme a pesar de estar
cansado.
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