martes, 2 de agosto de 2016

ANTE TODO NO HAGAS DAÑO. HENRY MARSH.




 Creo que en alguna parte escribí acerca de un amigo de la infancia de mi padre el cual, con el tiempo, acabó estableciéndose en Segovia dedicándose a representante de artículos de droguería. Era bueno en lo que hacía o al menos eso decía mi padre. Ordenado, pulcro, habilidoso con las manos (tenía un pequeño taller de carpintería en un trastero) y muy curioso e interesado en el mundo de los libros y la historia. Yo era demasiado pequeño para entender las conversaciones que ellos mantenían mientras echaban una partida de billar o tomaban café en la mesita del salón donde se sentaban después de comer. Nunca he olvidado esas visitas que mi familia les hacía de vez en cuando. Su mujer, Ch., no tenía nada que ver con él. Era una mujer básica, limpia y trabajadora y de fuerte carácter, de las que se remangaban la camisa con gestos de amenaza, y sin tener nada que ver con la  sensibilidad de su marido. Se habían casado después de que a las primeras de cambio ella se quedara embarazada, cuando eran demasiado jóvenes. Y una de las razones por las que me gustaba tanto ir a visitarles, aparte de porque tenían dos hijas preciosas mayores que yo, era su fabulosa colección de libros y comics. Tenía la casa forrada en casi todas sus paredes de libros y libros. En el interior de los muebles colecciones de revistas de historia y ciencia, colecciones de comics encuadernados: Flash Gordon sobre todo. Me pasaba las horas allí sentado sin decir ni pío. Ellos les decían a mis padres que yo era un chico muy formal.  
  Un día le diagnosticaron un tumor cerebral. En aquella época, finales de los setenta, la cirugía para el cerebro estaba en mantillas y las posibilidades de que uno se quedara en la mesa de operaciones o, peor aún, se quedara lisiado de por vida, eran bastante altas. El día de la operación, me contó mi padre que fue a despedirse de él, entró sonriente y animado. Estaba seguro, según confesó, que no sobreviviría, pero le daba igual. Decía que todo lo que tenía que hacer ya lo había hecho, y no quería prolongar un matrimonio que por lo demás solo le había proporcionado sinsabores. Había tenido algunas aventuras con otras mujeres pero ella siempre lo había descubierto y había zanjado cualquier intento de que llegaran a algo más serio.
  Efectivamente, Salvador, el querido amigo de mi padre, murió en la mesa de cirugía. Y, según mi padre, se despidió con una sonrisa. Han pasado cuarenta años y la técnica ha avanzado mucho. Ahora se dispone de máquinas de precisión que hacen que los instrumentos penetren en el cerebro sin hacer daños irreparables, pero a veces sucede una catástrofe. Esas cosas son las que cuenta Henry Marsh en su libro. La verdad es que cada vez más a menudo, cuando voy a una librería y no dispongo de mucho tiempo, voy directamente a la sección de ciencias o a la de historia. Éste, del cual no tenía referencias, se me hizo irresistible. Decía en la contraportada: “Cursó estudios de Ciencias políticas, Filosofía y Economía antes de estudiar medicina en el Colegio Real de cirujanos”. Marsh acaba de jubilarse y no se corta a la hora de contar sus éxitos y sus fracasos –no obstante es una eminencia en el campo de la neurocirugía-. En cualquier otra especialidad los fracasos tienen casi siempre un arreglo posterior. Ahí, una metedura de pata, una decisión mal tomada, puede dejar a una persona vegetal para el resto de su vida.
  Una de las cosas que más cuesta aprender, dice Marsh, es a priori bastante simple: si hay que operar o no a un paciente. Cuenta  cosas durísimas. Cuenta, y eso me ha gustado especialmente, las formas de relacionarse con los pacientes y sus familias. Cómo dar las noticias, ser siempre sincero pero intentando que mantengan las esperanzas. Tener confianza en él. Y una lección amarga: para ser bueno, para tener experiencia y ser “fiable” se necesita transitar por un camino sembrado de fracasos, de tener que vivir sobre tus espaldas decisiones que van a reportar grandes dolores a personas y familiares. Es así. Alguien tiene que hacer esos trabajos. Tenemos suerte de vivir en esta parte del mundo en el cual graves problemas pueden ser solucionados. En Ucrania, país que frecuentó mucho para ayudar allí a colegas, los medios son tan rudimentarios que padecer una enfermedad grave del cerebro es prácticamente tener una sentencia de muerte.
  Gran libro, bien escrito, duro a veces, pero que enseña cosas claves de la vida. El mundo debería dar las gracias a personas que se atreven a ejercer estas profesiones tan difíciles.

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