Creo que en alguna parte escribí acerca de un
amigo de la infancia de mi padre el cual, con el tiempo, acabó estableciéndose
en Segovia dedicándose a representante de artículos de droguería. Era bueno en
lo que hacía o al menos eso decía mi padre. Ordenado, pulcro, habilidoso con
las manos (tenía un pequeño taller de carpintería en un trastero) y muy curioso
e interesado en el mundo de los libros y la historia. Yo era demasiado pequeño
para entender las conversaciones que ellos mantenían mientras echaban una
partida de billar o tomaban café en la mesita del salón donde se sentaban
después de comer. Nunca he olvidado esas visitas que mi familia les hacía de
vez en cuando. Su mujer, Ch., no tenía nada que ver con él. Era una mujer
básica, limpia y trabajadora y de fuerte carácter, de las que se remangaban la
camisa con gestos de amenaza, y sin tener nada que ver con la sensibilidad de su marido. Se habían casado
después de que a las primeras de cambio ella se quedara embarazada, cuando eran
demasiado jóvenes. Y una de las razones por las que me gustaba tanto ir a
visitarles, aparte de porque tenían dos hijas preciosas mayores que yo, era su
fabulosa colección de libros y comics. Tenía la casa forrada en casi todas sus
paredes de libros y libros. En el interior de los muebles colecciones de
revistas de historia y ciencia, colecciones de comics encuadernados: Flash
Gordon sobre todo. Me pasaba las horas allí sentado sin decir ni pío. Ellos les
decían a mis padres que yo era un chico muy formal.
Un día le diagnosticaron un tumor cerebral.
En aquella época, finales de los setenta, la cirugía para el cerebro estaba en
mantillas y las posibilidades de que uno se quedara en la mesa de operaciones
o, peor aún, se quedara lisiado de por vida, eran bastante altas. El día de la
operación, me contó mi padre que fue a despedirse de él, entró sonriente y
animado. Estaba seguro, según confesó, que no sobreviviría, pero le daba igual.
Decía que todo lo que tenía que hacer ya lo había hecho, y no quería prolongar
un matrimonio que por lo demás solo le había proporcionado sinsabores. Había
tenido algunas aventuras con otras mujeres pero ella siempre lo había
descubierto y había zanjado cualquier intento de que llegaran a algo más serio.
Efectivamente, Salvador, el querido amigo de
mi padre, murió en la mesa de cirugía. Y, según mi padre, se despidió con una
sonrisa. Han pasado cuarenta años y la técnica ha avanzado mucho. Ahora se
dispone de máquinas de precisión que hacen que los instrumentos penetren en el
cerebro sin hacer daños irreparables, pero a veces sucede una catástrofe. Esas
cosas son las que cuenta Henry Marsh en su libro. La verdad es que cada vez más
a menudo, cuando voy a una librería y no dispongo de mucho tiempo, voy
directamente a la sección de ciencias o a la de historia. Éste, del cual no
tenía referencias, se me hizo irresistible. Decía en la contraportada: “Cursó
estudios de Ciencias políticas, Filosofía y Economía antes de estudiar medicina
en el Colegio Real de cirujanos”. Marsh acaba de jubilarse y no se corta a la
hora de contar sus éxitos y sus fracasos –no obstante es una eminencia en el
campo de la neurocirugía-. En cualquier otra especialidad los fracasos tienen
casi siempre un arreglo posterior. Ahí, una metedura de pata, una decisión mal
tomada, puede dejar a una persona vegetal para el resto de su vida.
Una de las cosas que más cuesta aprender,
dice Marsh, es a priori bastante simple: si hay que operar o no a un paciente.
Cuenta cosas durísimas. Cuenta, y eso me
ha gustado especialmente, las formas de relacionarse con los pacientes y sus
familias. Cómo dar las noticias, ser siempre sincero pero intentando que
mantengan las esperanzas. Tener confianza en él. Y una lección amarga: para ser
bueno, para tener experiencia y ser “fiable” se necesita transitar por un
camino sembrado de fracasos, de tener que vivir sobre tus espaldas decisiones
que van a reportar grandes dolores a personas y familiares. Es así. Alguien
tiene que hacer esos trabajos. Tenemos suerte de vivir en esta parte del mundo
en el cual graves problemas pueden ser solucionados. En Ucrania, país que
frecuentó mucho para ayudar allí a colegas, los medios son tan rudimentarios
que padecer una enfermedad grave del cerebro es prácticamente tener una
sentencia de muerte.
Gran libro, bien escrito, duro a veces, pero
que enseña cosas claves de la vida. El mundo debería dar las gracias a personas
que se atreven a ejercer estas profesiones tan difíciles.
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