Cuando llegó la patrulla policial, estaba tumbado en la
playa leyendo mi libro. No pegaban sus zapatos lustrosos, sus uniformes azules
en medio de tantos cuerpos medio desnudos. Después de levantarme y de saludarlos
de la manera más afectiva posible. Declaré:
-¡Oh, vamos! sólo
he criticado lo de la bandera roja en plan teórico, intelectual –les señalé con
el dedo la tapa forrada del libro como para hacer más hincapié, sin tener nada
que ver, claro. –Siento que les hayan hecho venir por esto. He cumplido las
normas- añadí.
Eran dos policías
locales muy educados, los dos con barba; uno de ellos con gafas; parecía más sensato.
-Perdone caballero (siempre se dirigieron a mí así), no
hacer caso a las ordenanzas municipales está multado con…- No le dejé seguir.
-No, ¡aquí hay un error! Yo he cumplido las normas. Siempre
lo he hecho. En 36 años de carnet jamás me pusieron una multa. Pago mis
impuestos y defiendo el cumplimiento de las leyes; ¡siempre!- El de las gafas
me hizo la señal de stop con la mano. Estoy seguro que pensarían: “Vaya, hoy
nos ha tocado otro plasta”.
-Perdón, caballero. Escuche. Tiene que escuchar-. Me
aceleré entonces.
Mientras hablaba
eché un vistazo a las caras de las personas que nos rodeaban. Casi todos tenían
expresión neutra, como las máscaras de los carnavales venecianos. Sólo una
joven, tumbada, parecía negar con la cabeza, no sé si para reprobar mi
comportamiento o el de los vigilantes. En muchas ocasiones me crucé con
desconocidos y comentamos lo absurdo de prohibir el baño en un día tan pacífico
como aquel. Hacía media hora, unos chicos extranjeros, seguro que buenos
deportistas viendo su físico, salieron corriendo y se lanzaron hacia las olas
dando una voltereta en el aire. También se les pitó y se les invitó a salir del
agua. Se miraron entre ellos, me miraron a mí con gesto de sorpresa, como para
que alguien les aclarara algo y al final, confusos, salieron.
El día era ventoso
con una fuerte brisa que venía del mar. Olas de apenas un metro. Estuve
haciendo el muerto prácticamente en la orilla y tan solo había una ligera
corriente de levante. Estuve varias horas jugando al gato y al ratón con los
socorristas. Ellos se iban a pitar a unos bañistas a un lado, y yo,
aprovechando, me introducía un poco más en el mar. Eso sí, nunca me introduje ¡más
que lo que marca el traje de baño! Muchos hacían lo mismo.
Antes, cuando salí
del agua, ya para secarme y no volver, le comenté al vigilante:
-Me ha hecho
recordar mi infancia, de cuando mi padre me decía que no me metiera muy
adentro.
Al principio no me
entendió bien. Luego me dijo, como para zanjar, que con bandera roja el baño
estaba prohibido. Le di la razón, pero el problema estaba en que el que había
decidido ese color estaba claramente equivocado. Si no hay baño, no hay
peligro. Día “complicado”, resuelto. Estábamos creando una sociedad
infantilizada, sobreprotegida, todo regulado, marcado, sin libertad. Añadí: “¿Y
qué pasa cuando usted se vaya a las ocho y yo decida seguir bañándome? ¿Quién
se preocupará por mi vida en peligro?”
Entonces llamó por
su talkie. No era tampoco su día. Él era también una víctima.
No pasó nada más. Los
policías se fueron. No hubo denuncia. Volví a mi libro y leí:
“…crearon un
sistema estatal estalinista, un sistema en el que la ley es sólo el instrumento
de la arbitrariedad y la arbitrariedad es la ley”.
Todo Fluye. Vasili
Grossman.
Acertada frase en
ese justo momento.
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