domingo, 28 de agosto de 2016

El bañista y el vigilante de la playa.




 Cuando llegó la patrulla policial, estaba tumbado en la playa leyendo mi libro. No pegaban sus zapatos lustrosos, sus uniformes azules en medio de tantos cuerpos medio desnudos. Después de levantarme y de saludarlos de la manera más afectiva posible. Declaré:
  -¡Oh, vamos! sólo he criticado lo de la bandera roja en plan teórico, intelectual –les señalé con el dedo la tapa forrada del libro como para hacer más hincapié, sin tener nada que ver, claro. –Siento que les hayan hecho venir por esto. He cumplido las normas- añadí.
  Eran dos policías locales muy educados, los dos con barba; uno de ellos con gafas; parecía más sensato.
-Perdone caballero (siempre se dirigieron a mí así), no hacer caso a las ordenanzas municipales está multado con…- No le dejé seguir.
-No, ¡aquí hay un error! Yo he cumplido las normas. Siempre lo he hecho. En 36 años de carnet jamás me pusieron una multa. Pago mis impuestos y defiendo el cumplimiento de las leyes; ¡siempre!- El de las gafas me hizo la señal de stop con la mano. Estoy seguro que pensarían: “Vaya, hoy nos ha tocado otro plasta”.
-Perdón, caballero. Escuche. Tiene que escuchar-. Me aceleré entonces.

  Mientras hablaba eché un vistazo a las caras de las personas que nos rodeaban. Casi todos tenían expresión neutra, como las máscaras de los carnavales venecianos. Sólo una joven, tumbada, parecía negar con la cabeza, no sé si para reprobar mi comportamiento o el de los vigilantes. En muchas ocasiones me crucé con desconocidos y comentamos lo absurdo de prohibir el baño en un día tan pacífico como aquel. Hacía media hora, unos chicos extranjeros, seguro que buenos deportistas viendo su físico, salieron corriendo y se lanzaron hacia las olas dando una voltereta en el aire. También se les pitó y se les invitó a salir del agua. Se miraron entre ellos, me miraron a mí con gesto de sorpresa, como para que alguien les aclarara algo y al final, confusos, salieron.
  El día era ventoso con una fuerte brisa que venía del mar. Olas de apenas un metro. Estuve haciendo el muerto prácticamente en la orilla y tan solo había una ligera corriente de levante. Estuve varias horas jugando al gato y al ratón con los socorristas. Ellos se iban a pitar a unos bañistas a un lado, y yo, aprovechando, me introducía un poco más en el mar. Eso sí, nunca me introduje ¡más que lo que marca el traje de baño! Muchos hacían lo mismo.
  Antes, cuando salí del agua, ya para secarme y no volver, le comenté al vigilante:
  -Me ha hecho recordar mi infancia, de cuando mi padre me decía que no me metiera muy adentro.
  Al principio no me entendió bien. Luego me dijo, como para zanjar, que con bandera roja el baño estaba prohibido. Le di la razón, pero el problema estaba en que el que había decidido ese color estaba claramente equivocado. Si no hay baño, no hay peligro. Día “complicado”, resuelto. Estábamos creando una sociedad infantilizada, sobreprotegida, todo regulado, marcado, sin libertad. Añadí: “¿Y qué pasa cuando usted se vaya a las ocho y yo decida seguir bañándome? ¿Quién se preocupará por mi vida en peligro?”
  Entonces llamó por su talkie. No era tampoco su día. Él era también una víctima.
  No pasó nada más. Los policías se fueron. No hubo denuncia. Volví a mi libro y leí:
  “…crearon un sistema estatal estalinista, un sistema en el que la ley es sólo el instrumento de la arbitrariedad y la arbitrariedad es la ley”.
  Todo Fluye. Vasili Grossman.
  Acertada frase en ese justo momento.

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