Montse es una conocida a la que aún no
he visto en persona y es, junto a su marido, los dueños o los gerentes o lo que
sea, del sitio donde nos vamos a hospedar. El Termal de Castilla en el Burgo de
Osma.
Nos ha recomendado visitar, aparte del famoso Cañón del Río Lobos,
Calatañazor, la Catedral, un paseo por el río Ucero, la Ermita de San Baudelio
y sitios para picar: El Círculo donde, dice, se comen los mejores torreznos del
mundo.
Salimos a las once y media el día 22 para que nos dé tiempo a comer. Buen
tiempo. Nada más dejar la A-1 la carretera se queda huérfana de coches. En
Somosierra hay mucha nieve pero la temperatura no baja de los ocho o diez
grados. Al terminar de bajar la larga cuesta de estas montañas giramos a la
derecha por una carretera de doble sentido, de colinas suaves de tierra
castellana. Antes de llegar –se tardan escasas dos horas- pasamos por San
Esteban de Gormaz, el pueblo de Y. Allí visitamos la Iglesia de la Virgen de la
Rivera. Pagamos un euro por entrar. Cada vez estoy más convencido que para
mantener nuestro patrimonio, todos hemos de apoquinar. La mujer de la sacristía
nos explica algunas cosas. La junta de Castilla la remodeló no hace muchos
años. Enfrente de la iglesia nos señala una grúa que dice estar allí desde hace
unos cuantos años. Una pareja de cigüeñas ha instalado su nido en la plataforma
de hormigón, como una metáfora del hundimiento del sector inmobiliario.
Para ir al coche pasamos por una placita coqueta de soportales y columnas
de madera, nuevas o muy bien conservadas. En un bar bastante bien preparado nos
sirven los primeros torreznos. Una mezcla de corteza crujiente y carne blanda,
sabrosísima.
Hemos decidido seguir y comer en El Burgo. Se llega en diez o doce
minutos. En el buscador siempre que se busca un sitio para comer nos sale Casa
Marcelino, en plena calle Mayor. Debe estar muy bien pero el menú está a 35 por
persona. Para otra ocasión. Al final comemos en una casa mucho más humilde
donde por diez euros nos han puesto un primero aceptable y luego unas
costillas, que sin ser las del presidente Underwood, el de House of Cards, son
correctas. El local, no muy grande, está abarrotado y hemos
Nada más comer vamos a registrarnos al hotel. Es la antigua Universidad
de Santa Catalina donde después fue un instituto y ahora este ejemplo de lujo
turístico, con un claustro absolutamente espectacular. Nos atiende la
responsable de comunicación. Me recuerda que vamos de parte de –y me dice un
nombre que no recuerdo y que debe ser el marido de Montse- y nos enseña las
instalaciones. Cuando entramos en la que nos han asignado las niñas se mueren
de risa. Es grande y bonita, decorada con gusto. Un salón de unos treinta y
cinco metros precede a la habitación, preciosa, con una cama de dos por dos en
el que a la otra persona la ves de lejos cuando te acuestas. El baño, enorme,
con una bañera y una ducha modernas. El claustro nunca se aburre uno de
admirarlo desde la altura del primer piso, que es donde están las habitaciones;
todo cuidado al máximo. El que lo visita se pregunta cómo han podido hacerlo
tan bien. Desde la balaustrada se contempla el hall enorme donde se desarrollan
todas las actividades: zona de lectura, bar, comedor, etc. Y una planta
inferior, la zona del Spa, que es donde bajamos a las siete ataviados con
nuestros albornoces blancos. A las niñas les encanta, sobre todo a E. que nunca
había estado en uno. Chorros de agua y burbujas sirven para relajar el cuerpo.
Pero en estos sitios siempre tengo un regusto de culpabilidad. He leído durante
estos tres días el Viaje a la Aldea del Crimen, de Ramón J. Sénder sobre los
crímenes de Casas Viejas del año 33. Ahí se dice una frase tremenda: “después
de ver a estos hombres da vergüenza comer”. A mí me ocurre algo parecido,
salvando las distancias, si se acuerda uno de los refugiados o de las recientes
víctimas de Bruselas: da vergüenza estar en un sitio que debe parecerse al
paraíso con el sufrimiento que se desborda en el mundo. A la culpabilidad
siempre le sale un enemigo feroz: mi vocación irrenunciable a lo que se llama
ser un buen burgués.
Por la noche quisimos cenar en el Restaurante del hotel pero no teníamos
cena. Un mal entendido por no leer bien o, peor, por no recordar bien las
cosas. El precio, 29 cada uno, hace que nos quedemos en la cafetería donde
damos cuenta de unas hamburguesas normalitas. La decoración del claustro, con
la cúpula del techo en forma de pirámide parisina, y la lograda iluminación,
adquiere toda su potencia y distinción. La gente que hay aquí apenas hace ruido
y se habla en voz baja. Todo transmite relajación y exclusividad. No parece que
estemos en el corazón de España donde siempre hay un follón por uno u otro
motivo.
Luego me quedo solo saboreando un gintonic de Nordes, disfrutando del
espacio y leyendo la prensa.
Por la mañana tenemos previsto visitar La Fontana de Muriel. Allí
estuvimos hará veinticinco años con C. y P. Un manantial de aguas cristalinas
en un entorno mágico. Antes de llegar nos desviamos a la derecha para llegar a
una pequeña cascada de agua. Hace sol pero se pueden ver, colgando de las
rocas, algunos carámbanos de hielo. Apenas hay nadie porque la venida de la
gente se espera para el fin de semana de la Semana Santa. Antes hemos pasado
por Calatañazor. Un pequeño pueblo encaramado en un peñasco donde en las
alturas se encuentra un castillo cariado por completo. Un cartel dice que se
construyó por un tal Don Pedro por disputas con sus enemigos. Aunque como puede
uno acordarse del cole, Calatañazor viene de la victoria de los castellanos
sobre Almanzor en el año 1002. Aunque, como dice la Wiki, cualquiera sabe.
Visitamos el Cañón del Río Lobos. Dejamos el coche justo a la entrada, con lo
que hay que caminar, para llegar a la ermita de San Bartolomé, unos tres y pico
kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. No están acostumbradas a caminar
tanto y por la noche están reventadas. Como no tenemos tiempo de buscar
decidimos comer en la posada que hay en el aparcamiento. Un plato combinado a
base de ensalada, patatas y carne algo grasienta pero apetitosa. Luego vamos
directamente al hotel porque nos han regalado el circuito llamado de “Contraste”.
Estas instalaciones son una copia exacta de las que se encontraban en la
ermita de San Baudelio, en Berlanga de Duero, a unos kilómetros del Burgo.
Columnas policromadas que acaban en hojas de palmera. La chica que nos acompaña
en el recorrido dice que las robaron, las verdaderas. Le pregunto si no será
que las compró el famoso millonario norteamericano, el de Ciudadano Kane, William Randolph Hearst. Ambos estamos
equivocados. Me entero luego que fueron comprados, los frescos, por León Levi
en el año 1922. Hubo algunas denuncias y protestas pero al final un juzgado les
dio la razón a los compradores y salieron de España en dirección a Londres,
donde fue vendido por lotes a diferentes museos del mundo. Otra vergüenza para
nuestro país. Un país no debe merecer tanto patrimonio si no sabe cuidarlo. Qué
daría en peso económico esos mismos frescos en la actualidad bien explotados.
Nada más entrar, la chica nos da un tarro con unas sales y unos aceites
para que nos lo echemos por el cuerpo. Nos acompaña una pareja entrada en
carnes aunque no en años. Se ríen los dos como conejos. Él tiene tatuajes de
dudoso gusto por la espalda y las piernas. Cuando nos toca la sauna seca digo
de broma que de ahí salgo sin tripita. Él contesta que necesitaría una semana.
El espacio está a ochenta grados. Cuesta respirar. El hombre hace otro
comentario: “pagar treinta euros por pasarlo mal, más hubiera valido tomarse
una copa”. Esa es, recuerdo, la diversión de nuestros tiempos: pagar un alto
precio, esperar largas colas a cambio de un par de minutos de vértigo o de
terror. No lo creo para nada en este caso. Más sabiendo que estamos invitados
generosamente por Montse. Después de la sauna seca vamos a la pila de agua
fría. Está, dice, a dieciséis grados pero parece a punto de congelación. Lo que
tiene que ser caer al mar en invierno. No dejo de acordarme de los pobres
refugiados. Luego vamos a la pila, entre las columnas de las que he hablado
antes, con agua a treinta y siete grados. Luz débil. Me aparto un poco y meto
todo el cuerpo excepto la nariz para respirar. Se oye, cuando uno sumerge los
oídos, una maquinaria. Imagino la maquinaria de la fragua de Vulcano o de un
transatlántico trabajando a toda máquina para dar energía a toda esta mole que
es el hotel. En cada sitio estamos unos quince minutos. Cuando entramos en la
sauna húmeda –ella le dice baño turco-, a cien por cien de humedad, enseguida
notamos el olor a eucalipto. Hay tanto vapor que apenas se ve a un metro. En
los baños turcos, les explico, hay empleados que te estiran las extremidades y
te dan refriegas enérgicas con madejas de lana empapadas en agua y jabón. Para
terminar nos instalan en una habitación donde se ofrece té y donde nos acoge
una hamaca. Música relajante de ascensor durante veinte minutos y al acabar
salimos por una puerta que da a la piscina termal. Me he llevado el libro y
sigo leyendo. Es tremendo el libro de Don Ramón. Vale más que cien tratados de
historia para comprender el porqué nos matamos pocos años después, en la Guerra
Civil.
Luego, totalmente relajados, nos fuimos a las habitaciones a descansar.
Por la noche fuimos al Círculo. Varios habían sido ya los consejos para que no
nos fuéramos sin visitarlo. Es un bar como muchos de los que hay en Madrid.
Forrado con bufandas y carteles del Atlético de Madrid. Atestado de gente. Tuve
la suerte de encontrar un hueco en la barra del tamaño de un cuerpo. Solo había
dos camareros jóvenes para atender aquel gentío. Como les dije: es más difícil
ser un camarero en el Círculo que diseñar un cohete a la luna. Luego, como esas
contadas veces en que sale todo bien, encontramos una de las tres o cuatro
mesas que había y pudimos ocuparla. Pedí otra de torreznos, una tortilla de
patatas, otra de croquetas, más cerveza… Hice la observación de que parecía aquel
ambiente el resultado del encuentro de jóvenes que seguramente estudiaban o
trabajaban fuera y se veían allí con grandes contentos y alegrías. Nos fuimos
luego temprano al hotel para descansar. La luna estaba llena y parecía en estas
noches estupendas, como decía Gómez de la Serna en una de sus greguerías, como una
pandereta.
Por la mañana nos levantamos tarde y salimos a conocer la catedral que
parece, vista ahora la importancia disminuida con respecto al pasado de esta
población, quizá sobredimensionada. Por el color de la piedra en los edificios
y por lo señorial, parece una Salamanca hecha a pequeña escala.
Compramos algunos recuerdos en una tienda pegada a la fachada y, antes
de emprender el regreso a casa quise ver la fachada de la casa natal de
Dionisio Ridruejo, pero, a pesar del sol hacía frío, un poco de viento y
querían marcharse. Al final me quedé con las ganas y me acordé de la vez que
tampoco pude ver la casa donde vivió Hemingway en Key West, a pesar de haber
estado a solo quinientos metros. En fin, que nos marchamos, vimos una procesión
de coches atascados en las subidas y bajadas de la sierra para la salida de
Madrid e improvisé un arroz con verduras nada más llegar y pensando que será un
viaje que no olvidaremos jamás.
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