domingo, 27 de marzo de 2016

EL BURGO DE OSMA. 22, 23 Y 24 DE MARZO DE 2016.



Montse es una conocida a la que aún no he visto en persona y es, junto a su marido, los dueños o los gerentes o lo que sea, del sitio donde nos vamos a hospedar. El Termal de Castilla en el Burgo de Osma.
  Nos ha recomendado visitar, aparte del famoso Cañón del Río Lobos, Calatañazor, la Catedral, un paseo por el río Ucero, la Ermita de San Baudelio y sitios para picar: El Círculo donde, dice, se comen los mejores torreznos del mundo. 

 
  Salimos a las once y media el día 22 para que nos dé tiempo a comer. Buen tiempo. Nada más dejar la A-1 la carretera se queda huérfana de coches. En Somosierra hay mucha nieve pero la temperatura no baja de los ocho o diez grados. Al terminar de bajar la larga cuesta de estas montañas giramos a la derecha por una carretera de doble sentido, de colinas suaves de tierra castellana. Antes de llegar –se tardan escasas dos horas- pasamos por San Esteban de Gormaz, el pueblo de Y. Allí visitamos la Iglesia de la Virgen de la Rivera. Pagamos un euro por entrar. Cada vez estoy más convencido que para mantener nuestro patrimonio, todos hemos de apoquinar. La mujer de la sacristía nos explica algunas cosas. La junta de Castilla la remodeló no hace muchos años. Enfrente de la iglesia nos señala una grúa que dice estar allí desde hace unos cuantos años. Una pareja de cigüeñas ha instalado su nido en la plataforma de hormigón, como una metáfora del hundimiento del sector inmobiliario.
  Para ir al coche pasamos por una placita coqueta de soportales y columnas de madera, nuevas o muy bien conservadas. En un bar bastante bien preparado nos sirven los primeros torreznos. Una mezcla de corteza crujiente y carne blanda, sabrosísima.
  Hemos decidido seguir y comer en El Burgo. Se llega en diez o doce minutos. En el buscador siempre que se busca un sitio para comer nos sale Casa Marcelino, en plena calle Mayor. Debe estar muy bien pero el menú está a 35 por persona. Para otra ocasión. Al final comemos en una casa mucho más humilde donde por diez euros nos han puesto un primero aceptable y luego unas costillas, que sin ser las del presidente Underwood, el de House of Cards, son correctas. El local, no muy grande, está abarrotado y hemos 
 
tenido que esperar un buen rato.
  Nada más comer vamos a registrarnos al hotel. Es la antigua Universidad de Santa Catalina donde después fue un instituto y ahora este ejemplo de lujo turístico, con un claustro absolutamente espectacular. Nos atiende la responsable de comunicación. Me recuerda que vamos de parte de –y me dice un nombre que no recuerdo y que debe ser el marido de Montse- y nos enseña las instalaciones. Cuando entramos en la que nos han asignado las niñas se mueren de risa. Es grande y bonita, decorada con gusto. Un salón de unos treinta y cinco metros precede a la habitación, preciosa, con una cama de dos por dos en el que a la otra persona la ves de lejos cuando te acuestas. El baño, enorme, con una bañera y una ducha modernas. El claustro nunca se aburre uno de admirarlo desde la altura del primer piso, que es donde están las habitaciones; todo cuidado al máximo. El que lo visita se pregunta cómo han podido hacerlo tan bien. Desde la balaustrada se contempla el hall enorme donde se desarrollan todas las actividades: zona de lectura, bar, comedor, etc. Y una planta inferior, la zona del Spa, que es donde bajamos a las siete ataviados con nuestros albornoces blancos. A las niñas les encanta, sobre todo a E. que nunca había estado en uno. Chorros de agua y burbujas sirven para relajar el cuerpo. Pero en estos sitios siempre tengo un regusto de culpabilidad. He leído durante estos tres días el Viaje a la Aldea del Crimen, de Ramón J. Sénder sobre los crímenes de Casas Viejas del año 33. Ahí se dice una frase tremenda: “después de ver a estos hombres da vergüenza comer”. A mí me ocurre algo parecido, salvando las distancias, si se acuerda uno de los refugiados o de las recientes víctimas de Bruselas: da vergüenza estar en un sitio que debe parecerse al paraíso con el sufrimiento que se desborda en el mundo. A la culpabilidad siempre le sale un enemigo feroz: mi vocación irrenunciable a lo que se llama ser un buen burgués.
  Por la noche quisimos cenar en el Restaurante del hotel pero no teníamos cena. Un mal entendido por no leer bien o, peor, por no recordar bien las cosas. El precio, 29 cada uno, hace que nos quedemos en la cafetería donde damos cuenta de unas hamburguesas normalitas. La decoración del claustro, con la cúpula del techo en forma de pirámide parisina, y la lograda iluminación, adquiere toda su potencia y distinción. La gente que hay aquí apenas hace ruido y se habla en voz baja. Todo transmite relajación y exclusividad. No parece que estemos en el corazón de España donde siempre hay un follón por uno u otro motivo.
  Luego me quedo solo saboreando un gintonic de Nordes, disfrutando del espacio y leyendo la prensa.
 
  Por la mañana tenemos previsto visitar La Fontana de Muriel. Allí estuvimos hará veinticinco años con C. y P. Un manantial de aguas cristalinas en un entorno mágico. Antes de llegar nos desviamos a la derecha para llegar a una pequeña cascada de agua. Hace sol pero se pueden ver, colgando de las rocas, algunos carámbanos de hielo. Apenas hay nadie porque la venida de la gente se espera para el fin de semana de la Semana Santa. Antes hemos pasado por Calatañazor. Un pequeño pueblo encaramado en un peñasco donde en las alturas se encuentra un castillo cariado por completo. Un cartel dice que se construyó por un tal Don Pedro por disputas con sus enemigos. Aunque como puede uno acordarse del cole, Calatañazor viene de la victoria de los castellanos sobre Almanzor en el año 1002. Aunque, como dice la Wiki, cualquiera sabe. Visitamos el Cañón del Río Lobos. Dejamos el coche justo a la entrada, con lo que hay que caminar, para llegar a la ermita de San Bartolomé, unos tres y pico kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. No están acostumbradas a caminar tanto y por la noche están reventadas. Como no tenemos tiempo de buscar decidimos comer en la posada que hay en el aparcamiento. Un plato combinado a base de ensalada, patatas y carne algo grasienta pero apetitosa. Luego vamos directamente al hotel porque nos han regalado el circuito llamado de “Contraste”.  
  Estas instalaciones son una copia exacta de las que se encontraban en la ermita de San Baudelio, en Berlanga de Duero, a unos kilómetros del Burgo. Columnas policromadas que acaban en hojas de palmera. La chica que nos acompaña en el recorrido dice que las robaron, las verdaderas. Le pregunto si no será que las compró el famoso millonario norteamericano, el de Ciudadano Kane, William Randolph Hearst. Ambos estamos equivocados. Me entero luego que fueron comprados, los frescos, por León Levi en el año 1922. Hubo algunas denuncias y protestas pero al final un juzgado les dio la razón a los compradores y salieron de España en dirección a Londres, donde fue vendido por lotes a diferentes museos del mundo. Otra vergüenza para nuestro país. Un país no debe merecer tanto patrimonio si no sabe cuidarlo. Qué daría en peso económico esos mismos frescos en la actualidad bien explotados. 

 
  Nada más entrar, la chica nos da un tarro con unas sales y unos aceites para que nos lo echemos por el cuerpo. Nos acompaña una pareja entrada en carnes aunque no en años. Se ríen los dos como conejos. Él tiene tatuajes de dudoso gusto por la espalda y las piernas. Cuando nos toca la sauna seca digo de broma que de ahí salgo sin tripita. Él contesta que necesitaría una semana. El espacio está a ochenta grados. Cuesta respirar. El hombre hace otro comentario: “pagar treinta euros por pasarlo mal, más hubiera valido tomarse una copa”. Esa es, recuerdo, la diversión de nuestros tiempos: pagar un alto precio, esperar largas colas a cambio de un par de minutos de vértigo o de terror. No lo creo para nada en este caso. Más sabiendo que estamos invitados generosamente por Montse. Después de la sauna seca vamos a la pila de agua fría. Está, dice, a dieciséis grados pero parece a punto de congelación. Lo que tiene que ser caer al mar en invierno. No dejo de acordarme de los pobres refugiados. Luego vamos a la pila, entre las columnas de las que he hablado antes, con agua a treinta y siete grados. Luz débil. Me aparto un poco y meto todo el cuerpo excepto la nariz para respirar. Se oye, cuando uno sumerge los oídos, una maquinaria. Imagino la maquinaria de la fragua de Vulcano o de un transatlántico trabajando a toda máquina para dar energía a toda esta mole que es el hotel. En cada sitio estamos unos quince minutos. Cuando entramos en la sauna húmeda –ella le dice baño turco-, a cien por cien de humedad, enseguida notamos el olor a eucalipto. Hay tanto vapor que apenas se ve a un metro. En los baños turcos, les explico, hay empleados que te estiran las extremidades y te dan refriegas enérgicas con madejas de lana empapadas en agua y jabón. Para terminar nos instalan en una habitación donde se ofrece té y donde nos acoge una hamaca. Música relajante de ascensor durante veinte minutos y al acabar salimos por una puerta que da a la piscina termal. Me he llevado el libro y sigo leyendo. Es tremendo el libro de Don Ramón. Vale más que cien tratados de historia para comprender el porqué nos matamos pocos años después, en la Guerra Civil.
  Luego, totalmente relajados, nos fuimos a las habitaciones a descansar. Por la noche fuimos al Círculo. Varios habían sido ya los consejos para que no nos fuéramos sin visitarlo. Es un bar como muchos de los que hay en Madrid. Forrado con bufandas y carteles del Atlético de Madrid. Atestado de gente. Tuve la suerte de encontrar un hueco en la barra del tamaño de un cuerpo. Solo había dos camareros jóvenes para atender aquel gentío. Como les dije: es más difícil ser un camarero en el Círculo que diseñar un cohete a la luna. Luego, como esas contadas veces en que sale todo bien, encontramos una de las tres o cuatro mesas que había y pudimos ocuparla. Pedí otra de torreznos, una tortilla de patatas, otra de croquetas, más cerveza… Hice la observación de que parecía aquel ambiente el resultado del encuentro de jóvenes que seguramente estudiaban o trabajaban fuera y se veían allí con grandes contentos y alegrías. Nos fuimos luego temprano al hotel para descansar. La luna estaba llena y parecía en estas noches estupendas, como decía Gómez de la Serna en una de sus greguerías, como una pandereta.
  Por la mañana nos levantamos tarde y salimos a conocer la catedral que parece, vista ahora la importancia disminuida con respecto al pasado de esta población, quizá sobredimensionada. Por el color de la piedra en los edificios y por lo señorial, parece una Salamanca hecha a pequeña escala.
  Compramos algunos recuerdos en una tienda pegada a la fachada y, antes de emprender el regreso a casa quise ver la fachada de la casa natal de Dionisio Ridruejo, pero, a pesar del sol hacía frío, un poco de viento y querían marcharse. Al final me quedé con las ganas y me acordé de la vez que tampoco pude ver la casa donde vivió Hemingway en Key West, a pesar de haber estado a solo quinientos metros. En fin, que nos marchamos, vimos una procesión de coches atascados en las subidas y bajadas de la sierra para la salida de Madrid e improvisé un arroz con verduras nada más llegar y pensando que será un viaje que no olvidaremos jamás.


 




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