Acabo de terminar de leer El Primer Hombre, de Albert Camus. A veces ocurre
que después de leer la última página de un libro uno se queda un poco huérfano
y con el presentimiento que no va a encontrar nada tan emocionante ni tan
cercano. Éste es uno de ellos. Camus tiene la habilidad de hacer permanecer las
imágenes en la retina cerebral del lector para el resto de su vida, como un
maestro de pintura impresionista. Nunca nadie que haya leído El Extranjero
olvidará ese asesinato absurdo en la playa debajo de un sol implacable. Con
éste nunca podré olvidar los juegos infantiles del pequeño Camus en las calles
resecas o mojadas de Argel, con sus fuertes olores, sus obligadas siestas de
verano junto a su abuela, la observación de su madre siempre con olor a lejía
de sus manos, cómo ésta reacciona ante la nota en la que le informan que su
marido ha muerto, una nota que no sabe leer; la importancia primordial de su profesor Germain, la ausencia del padre
muerto en la gran Guerra, “No, nunca conocería a su padre, que seguiría
durmiendo allá, el rostro perdido para siempre en la ceniza. Había un misterio
en ese hombre, un misterio que él siempre había querido penetrar. Pero al fin
el único misterio era el de la pobreza, que hace de los hombres seres sin
nombre y sin pasado, que los devuelve al inmenso tropel de los muertos anónimos
que han construido el mundo, desapareciendo para siempre”, la pobreza no exenta
de alegría, su talento con los estudios desde los primeros años, la descripción
amorosa de la biblioteca que visita con frecuencia con sus amigos. Sin duda
algunos seres humanos nacen para su suerte con una mochila cargada de
facultades y habilidades. Resaltar la prodigiosa memoria cuando el joven sacerdote
le obligaba a aprender las preguntas y respuestas del catecismo y cómo lo hacía
a la vez que le parecía un absurdo y también para que advirtiera la profunda
antipatía que le profesaba por haberle dado una bofetada por creer que unas
burlas entre compañeros iba dirigida al cura. “… y durante toda su vida sólo la
bondad y el amor lo hicieron llorar, nunca el mal o la persecución, que
fortalecían, por el contrario, su alma y su decisión”. En fin, otro libro
inolvidable. Párrafos que he señalado: Acaban de descubrir el cadáver de un
centinela con el sexo cortado y metido en la garganta abierta: “Al alba, cuando
subieron al campamento, Cormery dijo que los que habían hecho eso no eran
hombres. Levesque, reflexionando, respondió que, a juicio de ellos, ése era el
modo en que debían obrar los hombres, que ellos estaban en su tierra, y
empleaban cualquier medio”. Por qué el Sr. Bernard era tan buen profesor:
“Después venía la clase. Con el Sr. Bernard era siempre interesante por la
sencilla razón de que él amaba apasionadamente su trabajo”. Las moscas
entretenían a los niños pero “el método del señor Bernard, que consistía en no
aflojar en materia de conducta y por el contrario en dar a su enseñanza un tono
viviente y divertido, triunfaba incluso sobre las moscas”. Las primeras peleas
con compañeros: “Y supo así que la guerra no es buena, porque vencer a un
hombre es tan amargo como ser vencido por él”. Y las últimas hojas del libro
dedicadas a las cartas que se intercambió con su profesor, después de que le otorgaran
el premio Nobel. Qué emoción, hacía
tiempo que no me emocionaba tanto leyendo la historia de un hombre que
desapareció trágicamente y para siempre un par de años antes de que viniera yo
al mundo. Qué pena.
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