Esta mañana, la primera de verdadero otoño,
he salido a correr poco antes de comer. Hacía un poco de viento que hacía que
se arrastraran las primeras hojas. Caían gotas de lluvia y en el aire flotaba
un aroma delicioso a tierra mojada. Qué contraste con el calor de Mojacar. Uno
de los últimos días decidimos ir a cenar todos al pueblo, situado en lo alto de
una montaña. El autobús nos deja en mitad de una cuesta pero enseguida llegamos
a un mirador desde el que se divisa una vista de pájaro. Hay mucha gente,
turistas japoneses que nos observan curiosos tal como los observaríamos a ellos
de estar nosotros allí. Después de las fotos nos dirigimos hacia la parte alta
del pueblo. Tienen encanto las plazas y las calles. Me fijo en un extranjero de
unos sesenta años sentado a la puerta de una taberna. Se toma una cerveza
fresca y se fuma un cigarrillo mientras lee un libro de espías. Estoy de
acuerdo con él en que así se puede llegar a ser feliz. Los niños empiezan a
tener hambre y J. y yo vamos de avanzadilla a ver si encontramos un sitio
decente. Cerca del lector hay un restaurante italiano. Pasamos dentro y llegamos
a una gran terraza que cuelga de un acantilado como un gigante nido de águilas.
Reservamos mesa y vamos a buscar al resto. Cuando nos sentamos descubrimos que
no estamos solos. Hay unas cuantas mesas ocupadas por parejas o familias de
adultos. Siento que se les ha acabado la tranquilidad. Nuestros niños no son
capaces de estar sentados más de cinco minutos. A dos se les caen los refrescos
al suelo. Pienso que necesito un viaje de adultos en los que estén prohibidos
expresamente. No obstante las pizzas resultan deliciosas, las cervezas, unas alhambra
de botella verde, frías y las camareras guapas y simpáticas. La temperatura
exquisita y el cielo lleno de estrellas. ¿Qué más se puede pedir? Ya sé, los
niños…, pero era imposible.
sábado, 28 de septiembre de 2013
domingo, 22 de septiembre de 2013
YO EL SUPREMO. AUGUSTO ROA BASTOS.
Hace ya más de una década que leí Vigilia del Almirante. Recordaba el
libro como un conjunto de capítulos dedicados al marino Cristóbal Colón. Capítulos
cristalinos y poéticos donde se sucedían diversos episodios y particularidades
del famoso viaje.
Éste otro, Yo el Supremo, no tiene nada que ver. Es un libro denso,
caótico al principio, difícil en su estructura pero al que había que dedicar un
esfuerzo por su prestigio dentro de la historia de la literatura hispanoamericana.
Es, como dice Ignacio Padilla en el prólogo, un collage, un catálogo de formas
y tiempos que tiene el idioma castellano para poder contar una historia llena
de matices y sorpresas. Al final la cuesta merece la pena. El lector, al
principio un poco asustado, va poco a poco entrando en la calidad de lo que se
nos está diciendo.
El libro cuenta la historia en primera persona del que fuera dictador
del Paraguay durante casi tres décadas a principios del siglo XIX: José Gaspar Rodríguez de Francia. Y comienza
con un pasquín burlón sobre su propia muerte y sigue con infinidad de recursos
literarios como cartas, confesiones o monólogos.
Ha habido en la literatura hispanoamericana una tradición en cuanto al
retrato de los diversos dictadores que han poblado sus pobres tierras. Quizá,
como dice también Padilla, se cerró con un brillante colofón en la novela de
Vargas Llosa, La Fiesta del Chivo. Una maravilla que prácticamente vale por sí
sola un premio Nobel.
He subrayado bastantes párrafos porque me han parecido divertidos. Pag.
133 en la que hace una disquisición del por qué los pájaros no enferman. “La
primera razón es porque los animales viven en medio de la naturaleza, que no sabe
de piedad ni de compasión, fuente de todos los males… La segunda porque no
escriben… Y lo tercero porque hacen sus necesidades en el momento de la
necesidad”. En ese momento le cayó a su interlocutor un “humeante solideo” que
le subrayaba la teoría.
En la pg. 309 se diserta sobre “las flatulencias intestinales”. Y cuenta el caso de un hombre que
mantenía una voluntad absoluta sobre su trasero –“el más rebelde de nuestros
órganos”- y hacía música deleitosa.
O la causa de los males que trae la sobreabundancia en los países. Pag.
324. “Todo exceso de bienes degenera fatalmente en males, según lo acredita la experiencia”.
“…La perfecta relación de un pueblo con sus medios”.
En fin, una novela de las que llamo como puertos de categoría especial, pero en la que se llega a una cumbre llena de paisajes sublimes.
martes, 17 de septiembre de 2013
DIARIO DE MOJACAR 5
Cuando más me gusta la playa es al atardecer. La luz se vuelve más
anaranjada y las fotos más resultonas. No molesta tanto el sol y va quedando
cada vez más espacio. Jugamos un rato a las palas, leo algunos párrafos de mi
libro mientras suenan las olillas removiendo las piedras. Cerca un grupo de
amigos beben unas cervezas muy civilizadamente y sin embargo una patrulla de
policías les dicen que deben guardarlo todo en la nevera y marcharse puesto que está prohibido. Viendo otros sitios algunas ordenanzas son difíciles de
entender. Las niñas gritan que han avistado un pulpo. Me piden que vaya a ver
si consigo atraparlo. Aún recuerdo cuando era un niño, en una playa también de
Almería, cómo una prima mía de apenas seis años los agarraba con las manos y
los mataba mordiéndoles los ojos. Tampoco parecía que le molestaran las piedras
ardiendo en las plantas de sus piececillos. El pulpo está formando parte de un
grupo de piedras del mismo tamaño y color. Llevo una red de los chinos, como un
cazamariposas, porque no me atrevo tampoco a tocarlo. Después de varios
intentos logro que el pulpo entre. Las niñas lanzan gritos de “!!lo tiene, lo
tiene!!” que se escuchan en toda la playa. Pero al sacarlo a la superficie trepa
y se lanza a su libertad, desapareciendo como en un truco de magia. Sólo quería
que las niñas lo estudiaran un rato en la orilla y luego soltarlo.
Luego fuimos a montarnos en una banana. Hablo con la mujer que lleva el
negocio. Muy simpática y espabilada. Es una holandesa de unos sesenta años que
habla un español con mucho acento pero lleno de encanto. Le digo que si no me
podría hacer una rebaja al ser ocho personas. Diez euros cada por diez minutos
de “viaje”. Me dice risueña que a ella nadie le rebaja el precio del litro de
gasoil. Al final accedemos no sin antes echar cálculos: diez minutos ochenta
euros, diez viajes ochocientos… ¿cuántos euros en un día? ¿no hay nadie de por
aquí capaz de montar un negocio así? Nos ayuda a subir su sobrino, un joven que
dice la tía pasa los meses de verano sacándose unos billetes y seduciendo a
varias muchachas tanto nacionales como extranjeras. A pesar del precio no
paramos de reírnos mientras caemos al agua con gran estrépito y mientras
intentamos subir a bordo; tarea nada fácil. El cuerpo parece pesar el doble. Vamos
a tres paradas. Todo está calculado al milímetro. La última sirve para terminar.
viernes, 6 de septiembre de 2013
NORMAN LEWIS. CRÓNICAS DE VIAJE 1 Y 2.
Hizo reportajes contando cosas tan dramáticas
y tan influyentes que fueron capaces de cambiar el mundo; o al menos lo concienció por una temporada.
En sus reportajes se
habla de la vida de pueblos indígenas y de los abusos que se cometieron contra
ellos. Por ejemplo en Genocidio donde se cuenta el exterminio de los indios del
Brasil. De cómo hasta antes de ayer, hasta ahora mismo, hombres y mujeres
respetables son capaces de aparcar toda su respetabilidad para esclavizar a
otros seres humanos. En otro relato nos presenta a un Hemingway viejo y
agotado en su casa de La Habana, poco antes de pegarse un tiro.
En definitiva un
escritor al que le seguiré prestando atención. Lo que he leído por ahí de
Nápoles 44 es muy interesante. Y, a tenor por lo que tuvieron que hacer mujeres
italianas para seguir adelante, para sobrevivir, penoso.
martes, 3 de septiembre de 2013
DIARIO DE MOJACAR 4
06 de agosto. Playa de los muertos.
Pasado Carboneras y después de una carretera sinuosa en la
que puede verse, en ocasiones, la costa muy abajo, llegamos a un aparcamiento
donde coches esperan el turno para entrar en un aparcamiento al aire libre
y donde el ayuntamiento cobra cuatro euros por aparcar. Sacamos todo el equipaje
necesario para pasar unas horas en la playa: neveras, sombrillas y un largo
etcétera. La playa, natural y de difícil acceso, está a veinte minutos
caminando por una senda llena de rocas. ¿Cómo pudo llegar el hombre blanco al
nacimiento del Nilo con aquellos bártulos? Creo que la respuesta está en que no
había mujeres, o al menos no eran como Mary Kingsley, y no había niños (y
tenían porteadores). El reguero de gente es continuo y al llegar vemos que la
anchura entre dos enormes entrantes del mar, la playa, es de unos quinientos
metros y está a rebosar. Para establecernos no tenemos más remedio que molestar
a los que, como nosotros, han ido a estar solos en una playa exclusiva. Hay
tantas piedras y tan bonitas que me llevaría un buen montón pero no podría
transportar ni un gramo más a la vuelta sabiendo que encima es cuesta arriba.
Al principio nos
acompaña el mal humor pero para eso hemos llevado las neveras. Sacamos un
estupendo vino blanco, unas patatas y unos nachetes y pronto, después de los
brindis, reímos como niños; más que ellos. En ocasiones es necesario echar un buen trago.
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