El estupendo
relato que acabo de leer en un blog me
ha recordado enseguida a lo que nos pasó a mis hermanos y a mí cuando éramos
jovencillos. La perra de una vecina tuvo también cinco o seis cachorrillos. No
eran de raza pura pero el amor por los animales de todos nosotros hizo que a
todos les buscáramos acogida en diferentes casas. A todos menos a uno. Nació
raquítico. No podía comer nada y la perra lo apartaba. La vecina nos encargó a
mis dos hermanos y a mí que lo sacrificáramos. Era un perrillo apenas formado,
con los ojos cerrados y la tripa hinchada de algo que no era natural. Sufría. Todavía
nos reímos cuando recordamos las reuniones previas en las que discutimos cómo
lo haríamos. ¿Cortarle por la mitad con el hacha que tenía nuestra madre para
trocear el conejo o el pollo? ¿Sumergirlo en la bañera hasta que muriera
ahogado? ¿Hacerle tragar lejía hasta que dejara de respirar? Teníamos serias
dudas de qué método emplear. Sin embargo no tuve dudas de que yo sería incapaz
de hacer nada en contra del pobre animal. Mi hermano, más decidido, lo metió en
una bolsa y salió solo hacia la calle. Volvió a la media hora. Nos contó que lo
estampó con fuerza contra una pared de hormigón. Luego lo enterró. A mí me
pareció un acto cruel. Pero nunca he terminado de agradecérselo bastante.
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