20/11/09
Leer memorias, diarios y biografías hace que también uno recuerde episodios vividos. No siempre al lector le gustan las anécdotas que se cuentan, es más, ante diferentes estragos y torturas que va leyendo uno piensa “se lo tiene bien merecido el mentecato, o el remilgado, o el tontainas”.
Sin embargo a veces uno descubre una voz, una forma de contar con la que se siente identificado y no deja de pensar: “sí, yo también siento todas esas cosas que siente él, o ella”. Es lo que me ha ocurrido con un descubrimiento. Había leído cosas de él en foros, en artículos o en entrevistas pero ningún libro. El otro día vi su nombre en la zona de Siruela y compré 2. Cees Nooteboom: Rituales, una novela, y La Lluvia Roja, recuerdos de sus temporadas en Menorca y otros relatos. Este escritor holandés parece por lo que leo un tipo encantador. Tiene una forma pausada de ver el mundo. Se fija en un gato o en una rata o en un burro. Se pone en la piel de una tortuga, si eso es posible, y nos cuenta por ejemplo –divertidísimo- cómo se aparean delante de sus atónitos ojos. Nos habla de sus vecinos, de nosotros los españoles, ruidosos como siempre. Y todo lo hace con gracia. A pesar de que dice que nos ama, también dice que no solemos tratar bien a los animales. Cuenta cómo un vecino suyo –vecinos de esos que viven apartados y separados por cercados centenarios de piedra- ataba cada día a un perro y lo soltaba solo cuando llegaba al atardecer. Cees algunas veces lo acariciaba y sentía el infinito agradecimiento del perro.
Esto me ha hecho acordarme de un episodio de otras memorias que he leído recientemente. No me han gustado mucho y para no perjudicarle –tantos miles de lectores tendrá este blog- no digo su nombre. Cuenta que, cuando era niño, vieron a una perra callejera apareándose con un chucho y que decidieron que la perra en cuestión era una puta. La llevaron a un sótano y la martirizaron. Le clavaron pinchos en la vagina y el ano mientras la perra se dejaba hacer aterrorizada. Pero al día siguiente la perra fue a buscarlo a su casa con sumisión y ojos bondadosos.
Nunca he sido capaz, ni siquiera de niño, de hacer daño a los animales, quizá por debilidad. Una vez una vecina tuvo una gran camada –su perra se entiende- y fue regalándolos poco a poco pero hubo uno que al cabo de los días no comía. Tenía aspecto raquítico. Nos lo dieron a nosotros, tres hermanos, para darle una muerte rápida e indolora. Yo lo intenté pero no pude. Cualquier solución final me parecía monstruosa: muerte por inmersión en el lavabo, aplastarlo con una piedra, apuñalarlo, abandonarlo. Al final fue mi hermano el que se lo llevó a la calle. Siempre fue más fuerte de ánimo. Lo introdujo en una bolsa y lo estampó contra la pared. Nos contó que no sufrió.
Pero la crueldad infantil no conoce límites. Mi padre siempre nos cuenta una anécdota terrible. En una ocasión un amigo se subió a un árbol y descubrió el nido de unos vencejos. Estaba lleno de polluelos que desesperados de hambre abrían la boca. El niño bajó el nido para que sus compañeros pudieran verlos. Mi padre, según dice, pidió que los dejaran en su sitio porque no tardarían sus padres en regresar con algún alimento. Pero el líder dijo que no –tenía otros planes-. Sacó de su bolsillo un alambre y fue dándole una vuelta a la cabecita de cada uno de los cinco o seis polluelos. Cuando estaban todos unidos y quietos, expectantes, el niño tiró con fuerza de ambos extremos y las cabecitas salieron disparadas desde sus cuerpos plomizos y desnudos.
A través de los años me he dado cuenta de que pueden existir otros tipos de recuerdos: los recuerdos trasplantados.
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