Quedé con ella en el metro de Antón Martínez hace ya un año. Vendedora de walapop. Desde entonces lo he tenido aquí aparcado sin atreverme a meterle mano. Así, fue una de las primeras tareas del nuevo año, en realidad de los últimos dos días del año pasado. El caso es que lo he dejado. Confieso que me rindo: no puedo más. Le he dado más oportunidades que a Proust y a Joyce juntos y no puedo. Pero creo que en este caso lo que falla es la traducción. El libro es del año 1966, Círculo de Lectores. Imagino que en esa época se cuidaba poco la tremenda importancia de una buena traducción. Debían pensar, dada la poca costumbre lectora de entonces, que una traducción de andar por casa serviría para salir del paso, como esas orquestas que ensayan poco pero confían mucho en la poca cultura musical de los oyentes. Aparte, la forma de contarlo me recuerda a las pocas novelas de quiosco que leí de joven y que tanto le gustaban de siempre a mi suegro. Por ejemplo el comienzo del capítulo 37 página 713: “La primavera había abierto las venas de los ríos”. Ahí he estado a punto de coger la cuchilla y abrirme las mías. Las escenas de sexo son cursis y dan vergüenza ajena. El argumento se puede resumir en las luchas de los bolcheviques contra los cosacos en la región del Don, personalizados en unos cuantos personajes de cartón piedra pintados con colores primarios. He ido acelerando hasta saltarme páginas de diez en diez: a lo sumo el tal Grigori se había movido de su aldea dos o trescientos kilómetros y se había peleado con diez o doce rojos. Ya me avisó la chica a la que se lo compré que había sido de su padre y que sabía que era duro de leer, sin haberlo leído. Menos mal que en la actualidad se cuida mucho más de la traducción. Tenemos a una a la que sigo: Marta Rebón, precisamente de lenguas caucásicas. Como leí hace poco en palabras de Manguel: también hay que conservar los libros malos como ejemplo.
Realismo soviético…, para él.
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