Terminé la lectura de la mini autobiografía de Richard Dawkins, Una Curiosidad Insaciable. Me interesó cuando apareció hace unos años y quise leerla cuando la vi el otro día en la librería de la Plaza del 2 de mayo. Dos o tres veces lo tuve en la mano y otras tantas lo dejé en su estantería. Qué error llevármelo. Abarca desde la historia de sus antepasados, sus padres en África, su niñez –qué aburrido cómo lo cuenta- su juventud, qué aburrido, sus estudios, sus avances y hasta la publicación de El Gen egoísta. Un tostón todo. Le ha faltado encanto e interés. Y ahora, dice al final, amenaza con publicar la continuación. No la he visto en español; mejor.
De Richard Dawkins he leído sus dos libros más leídos: Precisamente El gen egoísta, que un colega sugirió titularlo El gen inmortal, y El espejismo de Dios. Me gustaron pero sin echar cohetes. Me atraía más como azote de párrocos en sus diatribas contra todas las religiones y en especial contra la católica. Es mejor no discutir con él: su mezcla de erudición y convencimiento son implacables. Aún recuerdo con cuán regocijo escuché el impagable diálogo en torno a la mesa de camilla y chimenea con Hitchens, Dennet y Harris. Los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Como dice el autor del libro que leo ahora, Aquilino Duque, “Si Dios crea de la nada, el hombre, hecho a su imagen, lo intenta por lo menos, aunque casi siempre confunde la nada con naderías. De naderías están hechas la mayoría de las confesiones, pero es que hay naderías que sólo lo son en apariencia. A ese miedo a la nadería hay que atribuir el recelo del escritor ante el género memorialístico, sobre todo cuando las naderías encubren esas reservas mentales que devalúan o invalidan el sacramento de la penitencia”.
Las memorias de Dawkins son eso: naderías. Sí comienzan a ser más interesantes cuando llega la redacción de los inicios de su primer libro y las devociones hacia Darwin de quien dice que es el máximo en lo científico, el primer hombre en ser consciente del lugar del hombre en el mundo. Olvidable.