En octubre de 2007 asistí a una conferencia de Miguel Martínez-Lage en la Juan March sobre la Vida de Samuel Johnson. Era una de las salas más pequeñas y a duras penas se ocuparon la mitad de las butacas. Varios años le costó la traducción de tamaña biografía. Dos mil páginas más otras cincuenta o sesenta a modo de prólogos y notas a las distintas ediciones. Cuando salió, en un voluminoso y estupendo Acantilado, costaba casi sesenta euros. Este precio y saber que al menos me iba a costar dos meses de lectura (al final han sido 36 días, desde el día uno de abril hasta hoy), sumergida en la vida de un tipo singular que vivió hace más de doscientos años, hizo que fuera posponiendo dicha adquisición hasta hace poco. En el Rastro contacté con un tipo que vende libros nuevos a un precio que es del veinte por ciento, más o menos, del que se vende en librerías. Así que por poco más de cuarenta me lo regalé las últimas Navidades.
La conferencia fue leída desde un papel y fue un poco polvorienta. Alguna mujer a mi lado vi que daba sus buenas cabezadas.
Samuel Johnson es de los autores más citados en lengua inglesa. Abogado, filólogo y varias cosas más, tenía desde el inicio de su vida una memoria descomunal. Con tres años su madre le dijo que se aprendiera un salmo para la Iglesia y antes de terminar de subir a la primera planta él llamó a su madre y le recitó de corrido dicho salmo.
Es injusto juzgar las ideas de un personaje que vivió hace dos siglos con las mentalidades de hoy en día. Ya estarán las gentes del futuro para decirnos a los de ahora que éramos atrasados, o injustos, o idiotas. Él estaba a favor de la esclavitud, era muy conservador, era defensor de la vara en la educación y tenía una opinión bastante dura respecto de la mujer.
Antes de ingresar en Oxford estuvo vagando sin hacer cosa alguna más que leer por su cuenta. “...pero es lícito suponer que un espíritu como el suyo se haya enriquecido mucho más vagando a sus anchas por los campos de la literatura que confinado a pacer en un solo prado”.
Al principio la lectura se hace un poco arenosa: muchas cartas, notas eruditas, penas por algunas muertes y pocas alegrías. Sin embargo este poema me ha hecho gracia por estar plenamente de acuerdo.
Decid, pues, médicos de la laya,
Que sanáis el cuerpo, y también el alma:
¿qué perjuicio ocasiona la bebida
Sin tan acordes van el vino y la vida?
Hasta la página 361 no se produce el encuentro físico entre Boswell y Johnson. A partir de entonces todo alcanza mayor interés. Cuando va el biógrafo a los aposentos de Samuel Johonson, bastante toscos, se lo encuentra también desgarbado pero “todos estos detalles de desaliño los olvidaba uno en el instante en que se ponía a hablar”.
El libro de Boswell en efecto se lee cada vez mejor. Es algo verdaderamente curioso que un tipo educado, instruido, buen conversador, etc, entable amistad con otro tipo curioso del que, dos siglos después, se sigue hablando por su ingenio, sabiduría, erudición y carácter y que nada más llegar a casa lo consigne todo en forma de notas. El libro cambia cada pocos párrafos de tema. Puede hablar de las bonanzas que ha de tener un buen abogado (defender a su cliente aunque sepa que ha hecho un mal: ya decidirá el juez) y al siguiente dialogar o discutir sobre si los alacranes se “suicidan” en realidad cuando están rodeados por un círculo de fuego. Y otra característica de un libro de esta naturaleza, un clásico, es que nos habla de nuestro presente. Esta mañana esperaba en un parque cercano mientras instalaban la puerta blindada de la casa en obras. Ya que vamos a tirar la casa por la ventana que sea, al menos la puerta, blindada. Y he leído el siguiente párrafo. Éste podría haberse leído esta mañana en el periódico mientras saboreaba el primer café:
“...la esencia misma del gobierno estriba en los impedimentos, restricciones y prohibiciones; cierto es que así como el buen gobierno proporciona felicidad racional, es preferible un exceso que un defecto de restricciones. Ahora bien, cuando la restricción es innecesaria, y tan estrecha como para amargar a todos los que a ella están sujetos, el pueblo puede y debe manifestarse en contra, y si no se le concede el alivio exigido, resistirse”. Página 524. Lo dicho, podría haber aparecido en los cientos de artículos que en estos tiempos aparecen en los diarios.
“Leed vuestras composiciones, y siempre que topéis con un pasaje que os parezca especialmente bueno, suprimirlo”.
En 1775 viajó Johnson por Francia. No hace una descripción muy amable de aquella época y país. Una anotación: “En Francia no existe una clase intermedia”. Mala cosa es desatender a la clase media. Es la fuente de futuros y enconados conflictos.
“Uno ha de poner mucho cuidado en no contar historias propias en su desdoro. Es posible que quien las oiga se divierta y se ría, pero se recordarán y serán empleadas en su perjuicio en ocasiones posteriores”. Párrafo especialmente dedicado a mi padre, quien es muy dado a contar sus historias, sobre todo en las que sale mal parado, humillado, vencido, ridiculizado.
Según el tío de Boswell, Johnson es “Un genio robustísimo, nacido para vérselas a pecho descubierto con bibliotecas enteras”.
En un momento del libro de Boswell, un tal Robert Walpole decía que siempre intentaba evitar los asuntos delicados como la política o temas demasiado especializados que dejan al margen a los que no saben y recurría a contar “historias subidas de tono en la mesa, porque así todos los presentes podían sumarse a la conversación”. Es lo que deberíamos hacer en las veladas con nuestros amigos, aseguraríamos el jolgorio y desterraríamos los el enfado.
Están dando un paseo y observan a unos mendigos. “Le dije –Boswell a Johnson- que no existía una sola nación civilizada en la que se hubiera erradicado la pobreza de solemnidad en las clases más bajas”. Y Johnson contesta: “No lo creo, pero que algunos sean felices siempre será mejor que el que no sea feliz ninguno, como podría ser el caso en un estado de igualdad generalizada”.
“Mi estima por usted es tan grande que casi no tengo palabras con las que expresarla, pero no me agrada estar repitiéndolo en todo momento. Anótelo en la primera hoja de su agenda de bolsillo, y no vuelva a ponerlo en duda”. Le dijo Johnson a Boswell.
Cuando uno lleva varias semanas leyendo un mismo libro, como es el caso, y, aunque esté bien y sea interesante, pasa como cuando uno está de vacaciones en un sitio agradable. Está bien, pero enseguida le entran ganas a uno de cambiar de aires, de volver a casa, una de las cosas que más me gusta al viajar: volver a mi casa. Por eso esta mañana he sentido alegría cuando he llegado a la última página y enseguida he abierto el celofán de lo último de Trapiello.
“Yo pondría a un niño en una biblioteca (en el que hubiera libros desaconsejables para su corta edad) y le permitiría que leyera a su antojo. A un niño nunca habría que desanimarle”.
“En todo tipo de discurso, sea placentero, grave, severo u ordinario, conviene hablar con calma, y más despacio que con premura, pues el discurso que a obedece a las prisas confunde a la memoria, y con gran frecuencia, además de la impropiedad, conduce al balbuceo y al tartamudeo, al desconcierto y a la machacona insistencia en que debería seguir con naturalidad, mientras que un discurso sosegado reafirma la memoria, añade una presunción de sabiduría al oyente y hace más propio el mismo discurso y el semblante con que se pronuncia”.
Leer un libro de cabo a rabo. Confieso que me he saltado no poca correspondencia a la que no le veía interés. Pero es que el mismo Johnson lo recomienda: “Un libro puede no valer para nada, o puede contener una sola cosa que sea digna de saberse. ¿Hemos de leerlo de cabo a rabo? ... Se lo comerán los ratones antes de que alguien los lea por entero”. Hablando del libro Viajes por los mares del sur.
“Se internó en una curiosa disquisición sobre la diferencia que existe entre intuición y sagacidad, siendo una de efecto inmediato, mientras que la otra requiere un proceso más largo y tortuoso; observó que una es el ojo del intelecto, mientras que la otra viene a ser el olfato del entendimiento”.
Se interesaba ciertamente por multitud de disciplinas y era muy curioso hacia anécdotas curiosas como cuando le contó un amigo el caso de un cerdo al que habían amaestrado como un perro o un caballo. “Los cerdos son una raza a la que injustamente se calumnia. No es que el cerdo haya faltado al hombre, sino que el hombre ha faltado al cerdo. No les damos tiempo para que se adiestren, los matamos antes de que cumplan un año”. Lo hubiera firmado el mismo Coetzze.
Nota erudita de Gibbon: “De todas nuestras pasiones y apetitos, el deseo de poder es el más imperioso y antisocial, ya que el orgullo de un solo hombre exige la sumisión de la multitud. En el tumulto de la discordia civil, las leyes de la sociedad pierden fuerza y pocas veces ocupan su lugar las de la humanidad. El ardor de la disputa, el orgullo de la victoria, la desesperación ante el éxito esquivo, el recuerdo de las ofensas pasadas y el temor ante los peligros futuros contribuyen a inflamar el espíritu y a acallar la voz de la piedad”. Decadencia y caída del Imperio romano.
El trece de diciembre de 1784 moría después de estar postrado en cama con una gran fatiga. Solo veía por un solo ojo y tenía andares algo torpes, era alto y un poco desgarbado. Vestía de manera descuidada pero todo lo suplía con una personalidad fascinante.
El lunes 20 de diciembre sus restos fueron depositados en la abadía de Westminster.
“Puede un hombre ser tanto de todo que al final no sea nada de nada”. Al final de este libro Boswell hace un repaso de las peculiaridades, de la personalidad y virtudes de este personaje inmortal. No se especializó en nada pero era tanta su sabiduría, tanta la especial naturaleza de su persona que se ha convertido en alguien al que siempre mirarán las posteriores generaciones.
Dice Boswell de él hacia el final: “Como sus estudios fueron de carácter general, sin circunscribirse a ninguna provincia del saber, no se le puede tener por maestro en ninguna disciplina científica, pero lo cierto es que acumuló una vastísima y variadísima colección de conocimientos, dispuestos de tal modo en su intelecto que siempre supo recurrir a ellos con presteza”.
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