Enfrente
de nosotros, en el vagón del metro, hay sentada una pareja con un niño. Ella
tendrá unos cuarenta años; él un poco más. El niño unos siete u ocho. Es la
hora en la que se han disuelto las cabalgatas y donde los niños se van a casa a
cenar y a intentar dormir pronto. El niño solo habla con el padre. Ella está
como ausente. Está un poco pasada de kilos y lleva una ropa casi de andar por
casa. El pelo deslucido, unas zapatillas baratas y demasiado gastadas. Lleva
una mochilita con el eslogan de una empresa que ya no existe. Él va mejor.
Buenos zapatos de ante, un pantalón de pinzas, un buen abrigo, el pelo bien
cortado. El niño está nervioso y parece feliz. Lleva un globo transparente que
es a la vez una pelota porque se puede botar. El padre le ordena: “¡deja ya la
pelota!” El niño obedece cohibido. En la parada de un barrio obrero el padre le
dice a su hijo: “dale un beso a tu madre”. El niño la abraza sin ningún
entusiasmo. Ella igual, apenas le aprieta un hombro con su mano regordeta;
parece un abrazo de compromiso. El padre coge la mano de su hijo y enfilan a la
puerta de salida sin mirarla ni una sola vez. Espero que ella se levante y vaya
con ellos pero se queda sentada. Salen, las puertas se cierran, caminan por la
estación y el niño mira hacia donde está su madre mientras el convoy arranca.
La madre no se vuelve. Ni siquiera toquetea un móvil como casi todas las
personas que tenemos alrededor. Sólo en una milésima de segundo su mirada se
cruza con la mía. Luego vuelve a bajar los ojos. A la parada siguiente la mujer
sale y mi mujer y yo nos miramos. Acabamos de presenciar una de las escenas más
tristes de todas las navidades. Especulamos: yo creo que ella va a trabajar a
una empresa de esas que entras por la noche. Mi mujer no lo cree. Va quizá a
dormir a una casa sola. No, a casa de sus padres ancianos porque no debe tener
dinero para mantenerse.
Mi mujer me comenta que los psicólogos de los
niños cuyos padres se están separando o se han separado, aconsejan a éstos que
vayan juntos a la cabalgata para que el niño no sufra la ausencia de alguno.
Creo que no es bueno eso tampoco. El niño, entre los pajes, los patos, los
camellos, los caramelos, los Reyes y las carrozas vislumbrará quizá demasiado
pronto, observando la cara triste de sus padres, que la vida no es como a él le
parecía.
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