Sobre La tierra púrpura,
novela asimismo de Hudson, dijo Borges que era uno de los pocos libros felices
que había en la tierra. En éste donde se
relatan los recuerdos de la infancia de este autor en la pampa argentina no se
podría decir menos. El libro rezuma felicidad. Algunas veces he dicho que la
felicidad que irradian niños en el Congo bañándose en una laguna supera en mucho
a los nuestros, abrazados cada día a unas tareas rígidas e interminables. Hay
que imaginar lo que debe sentir un crío con la libertad de explorar a caballo y
con su escopeta los alrededores infinitos de la hacienda donde vivía con sus
padres, hermanos, trabajadores y visitantes más o menos ocasionales.
Encima de explorar tenía desde un principio
esa capacidad de observación que pocas personas tienen. No le gustaba leer de
muy niño aunque su hermano mayor le inculcó esa pasión y poco a poco se fue
introduciendo en el mundo de lo escrito. En su casa había bastantes libros,
doscientos o trescientos, dice.
Llegó a ser un gran especialista en el mundo
de la ornitología y de las plantas. Consideraba a los árboles más que seres
vivos, dotados de alma y hasta de estado de ánimo y muchas veces los abrazaba a
modo de saludo. El Ombú, un árbol característico y el nombre también de un maravilloso
libro suyo de relatos que también leí no hace mucho.
Tiene también la destreza de describir a las
personas de un modo muy efectivo. Nos la podemos imaginar felizmente sus
lectores. En una de las primeras se refiere a un perro aparecido de repente,
cojo y mutilado que se hizo con un gran rebaño de ovejas y donde se ganó a
partir de ahí su sustento. “Se había roto o lastimado una de las patas
traseras, por lo que renqueaba ladeándose de un modo peculiar; no tenía rabo y
le habían recortado las orejas cerca del cráneo: en conjunto, parecía un viejo
soldado de regreso de guerras en las que hubiera recibido muchos malos golpes y
le hubieran arrancado varias partes del cuerpo”.
Hace descripciones de lo que encuentra en
plena naturaleza. Encuentros con serpientes, con grandes roedores, ratas,
búhos, “se encontró con los esqueletos de dos ciervos con los cuernos
entrelazados”.
Por lo que cuenta debía ser un niño
taciturno, callado, solitario. “Casi siempre que iba a comprobar qué hacían los
niños, me echaba en falta, y después de llamarme, buscarme, terminaban por
encontrarme escondido en algún recóndito rincón de la plantación”. Observando a
los pájaros. “Al principio eso la angustió mucho; después experimentó un gran
alivio al descubrir que había razones comprensibles y justificadas que
explicaban mi presencia allí: que estaba observando algún pájaro”.
Un libro que transmite alegría y que no me
cansaré de recomendar nunca.
A los treinta y tantos, enfermo de reuma y de
las fiebres que había contraído, se marchó a Inglaterra, el país de su familia
y murió en Londres en 1922 después de escribir algunos libros.
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