jueves, 15 de septiembre de 2016

DIARIO DE UNA TREGUA. DIONISIO RIDRUEJO.


   Una de las mejores cosas que me he encontrado en este volumen (que, advierte, pertenece a una colección que sólo se podía vender con el Norte de Castilla) es el prólogo de Sánchez Dragó. “Decían los latinos, y decían bien, que el nombre marca, amenaza, condiciona el carácter y, por ello, es el destino”. Cuántas veces me he preguntado si no habrá condicionado el mío, el nombre, para mi carácter y para mal.
  Estos diarios van desde el 26 de diciembre de 1945 hasta el 10 de abril de 1947. Recordemos que ya ha pasado el del Burgo de Osma por la Guerra Civil, por la División Azul, por los desencuentros y por las persecuciones, por su suave exilio en Ronda primero y Sant Cugat del Vallés, después.
  Dice Don Fernando que este es un libro olvidado. No ha de extrañar a nadie. No se cuenta nada de su pasado, no se hace mención a ninguna herida, ya sea física o del alma, no dice nada del presente político; ni siquiera del familiar. Es un hombre como esos que recalaban en un sanatorio apartado para curarse de una tuberculosis, una sífilis, o una locura. En cada una de las páginas de estos diarios tan solo hay naturaleza, poesía, clima, luz, color, como si todo el horror del pasado lo hubiera filtrado por un tamiz hecho con los terruños de su huerta.

13 SEP 2016. Justo el instante cuando acaba el verano. 





En alguna parte del libro se dice (quise subrayarlo pero no tenía en aquel momento con qué. Hay que señalar siempre. No importa los que dicen que se estropean, porque los libros siempre estarán aquí mientras yo viva) que en un momento determinado de las estaciones, no importa la fecha, se produce un cambio sutil, un cambio de luz, de temperatura, de aroma a tierra mojada que anuncia el fin y el comienzo, el eterno mudar de la vida a la muerte y de la muerte a la vida.
  Se dice también en el prólogo que no hay nombres propios. Es verdad pero a veces se adivinan (D´ors) o se aciertan interesantes semblanzas como esta de mi queridísimo Pla:
  “…hemos subido al coche para buscar al gran escritor de su tierra. Le llamo, para mí solo, el tártaro. Se trata de una asociación arbitraria que sólo se sostiene en los pómulos algo salientes y en los ojos un poquito oblicuos de este gran payés trotamundos, de este gran refinado que se disimula en la llaneza. Con él todo es de otra manera. Su cordialidad llena de filos –paradoja, ironía, sarcasmo-, su sencillez llena de meandros y cavernas –pesimismo, lucidez, espíritu crítico de bisturí-, su sensibilidad extrema volteada por toda suerte de cortafuegos utilitarios, su saber militante contra la gravedad, nos instalan como en un día suyo y sólo suyo, diáfano y punzante, que excita y desmantela dejando en ruinas todos nuestros castillos idealistas, todos nuestros jardines sentimentales, en un estar del todo en la tierra que es igual que un estar del todo fuera del mundo. Los cipreses en racimo que nuestro amigo tiene junto al ‘mas’ de gran crujía gótica, se han doblado para decirnos: ‘no está’. Le hemos dado caza en el café: camisa blanca sin corbata, traje oscuro ya usado, boina pequeña con un poquito de vuelo sobre la frente. Hablar, Dios mío, hablar. Oír hablar. Sin necesidad de hablar, como quien cosecha de prisa para llevarse el heno a un retiro rumiante”.
  Habrá que seguir leyendo cosas de Ridruejo. ¿Su Casi unas memorias?

No hay comentarios: