Una de las mejores cosas que me he encontrado en este volumen (que,
advierte, pertenece a una colección que sólo se podía vender con el Norte de
Castilla) es el prólogo de Sánchez Dragó. “Decían los latinos, y decían bien,
que el nombre marca, amenaza, condiciona el carácter y, por ello, es el destino”.
Cuántas veces me he preguntado si no habrá condicionado el mío, el nombre, para
mi carácter y para mal.
Estos diarios van desde el 26 de diciembre de 1945 hasta el 10 de abril
de 1947. Recordemos que ya ha pasado el del Burgo de Osma por la Guerra Civil,
por la División Azul, por los desencuentros y por las persecuciones, por su
suave exilio en Ronda primero y Sant Cugat del Vallés, después.
Dice Don Fernando que este es un libro olvidado. No ha de extrañar a
nadie. No se cuenta nada de su pasado, no se hace mención a ninguna herida, ya
sea física o del alma, no dice nada del presente político; ni siquiera del
familiar. Es un hombre como esos que recalaban en un sanatorio apartado para
curarse de una tuberculosis, una sífilis, o una locura. En cada una de las
páginas de estos diarios tan solo hay naturaleza, poesía, clima, luz, color,
como si todo el horror del pasado lo hubiera filtrado por un tamiz hecho con
los terruños de su huerta.
13 SEP 2016. Justo el instante cuando acaba el verano. |
En alguna parte del libro se dice (quise
subrayarlo pero no tenía en aquel momento con qué. Hay que señalar siempre. No
importa los que dicen que se estropean, porque los libros siempre estarán aquí
mientras yo viva) que en un momento determinado de las estaciones, no importa
la fecha, se produce un cambio sutil, un cambio de luz, de temperatura, de
aroma a tierra mojada que anuncia el fin y el comienzo, el eterno mudar de la
vida a la muerte y de la muerte a la vida.
Se dice también en el prólogo que no hay nombres propios. Es verdad pero
a veces se adivinan (D´ors) o se aciertan interesantes semblanzas como esta de
mi queridísimo Pla:
“…hemos
subido al coche para buscar al gran escritor de su tierra. Le llamo, para mí
solo, el tártaro. Se trata de una asociación arbitraria que sólo se sostiene en
los pómulos algo salientes y en los ojos un poquito oblicuos de este gran payés
trotamundos, de este gran refinado que se disimula en la llaneza. Con él todo
es de otra manera. Su cordialidad llena de filos –paradoja, ironía, sarcasmo-,
su sencillez llena de meandros y cavernas –pesimismo, lucidez, espíritu crítico
de bisturí-, su sensibilidad extrema volteada por toda suerte de cortafuegos
utilitarios, su saber militante contra la gravedad, nos instalan como en un día
suyo y sólo suyo, diáfano y punzante, que excita y desmantela dejando en ruinas
todos nuestros castillos idealistas, todos nuestros jardines sentimentales, en
un estar del todo en la tierra que es igual que un estar del todo fuera del
mundo. Los cipreses en racimo que nuestro amigo tiene junto al ‘mas’ de gran
crujía gótica, se han doblado para decirnos: ‘no está’. Le hemos dado caza en
el café: camisa blanca sin corbata, traje oscuro ya usado, boina pequeña con un
poquito de vuelo sobre la frente. Hablar, Dios mío, hablar. Oír hablar. Sin
necesidad de hablar, como quien cosecha de prisa para llevarse el heno a un
retiro rumiante”.
Habrá que seguir leyendo cosas de Ridruejo. ¿Su Casi unas memorias?
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