Cuando estaba acabando
de leer este libro leí un artículo de Eduardo Mendoza en la revista Icon en el
que se despedía de sus lectores (ni se cansó ni lo echaron, decía). Decía también
que había leído un libro de un tirón. Que era algo excepcional en él y que en
el libro no pasaba nada y que eso le tenía muy excitado; vaticinaba sorpresas
al final, sin embargo, pero terminaba sin sorpresa alguna. No se enfadó pero se
preguntó con miedo si a él no le pasaba lo mismo. “¿No estaré yo haciendo lo
mismo? Y no sé por qué me dio por imaginar que el libro al que se refería era
éste, el de Karl Ove Knausegard, La Muerte del padre, el primer tomo de sus
memorias, Mi lucha.
En algún lugar escribí
que estas eran unas memorias al estilo de Proust, en el que, no ya recuerda el
olor de las magdalenas de su niñez, sino el aspecto del café recién hecho en
todas sus matizaciones, el olor de la abuela empercudida de orines, sus
insectívoros y metódicos recuerdos.
También dije en algún
lugar que con el tiempo descansarían en las baldas de mi casa los seis o siete tomos
de sus memorias. Lo retiro. El libro se lee con agrado y, como dice Mendoza,
sin pasar nada, se lee como se bebe agua cuando uno está sediento. Sin embargo,
me planto. Me resulta poco enriquecedor. Le alabo el gusto y el esfuerzo pero,
como en otros muchos libros no dejaba de preguntarme, ¿Y a mí qué?
En alguna entrevista leí
que hizo algo parecido a un pacto con el diablo: a cambio de fama y dinero
había expuesto a sus amigos, a su familia, a su padre. Qué importa. Para
nosotros, sus lectores, es otra obra de ficción, pero… “En cuanto lo terminé, a
principios de junio, di el manuscrito a Yngve. Su primer comentario después de
haberlo leído fue que mi padre me demandaría judicialmente”. En fin.
A ver, tiene aciertos
grandes. Esta frase hizo que me detuviera un buen rato para digerirlo, por su
gran verdad:
“Durante toda nuestra infancia y juventud nos esforzamos por
establecer la distancia correcta de cosas y fenómenos. Leemos, aprendemos,
experimentamos, corregimos. Y un día llegamos al mundo en el que se han fijado
todas las distancias necesarias, y establecido todos los sistemas. Es entonces
cuando el tiempo empieza a correr más deprisa”. Qué certero.
Y anoto al margen:
Cuando me casé mi padre tenía la misma edad que tengo ahora. Cómo pasa el
tiempo.
Se pregunta en alguna parte por qué permanecen
unos recuerdos y no otros. Es verdad; nunca sabemos por qué algo anodino, sin
importancia, queda grabado a fuego en nuestro cerebro. Las moscas; qué buen
tema.
”La mosca que había estado zumbando en la ventana desde que
entramos se dirigió de repente al interior de la sala. La seguí con la mirada,
viéndola dar vueltas por debajo del techo, posarse sobre la pared amarilla,
volver a echar a volar en un pequeño círculo a nuestro alrededor y posarse en
ese reposabrazos en el que ya no tamborileaban los dedos de Yngve. Sus patas
delanteras se cruzaron un par de veces, como si se estuviera sacudiendo, antes
de dar unos pequeños pasos hacia delante; luego dio un pequeño salto en el aire
con alas zumbantes, antes de posarse en el dorse de la mano de Yngve, que,
claro está, la levantó con una breve sacudida, de manera que la mosca volvió a
echar a volar delante de nosotros de una manera que casi se podría llamar
atormentada. Al final volvió a la ventana, donde se arrastraba de arriba abajo
en confusas órbitas”.
Ya puedo decir con
cierta alegría que he leído al gran Knausgard. Por ahora creo que está bien.