La Alberca es un pueblo situado a los pies de
la Peña de Francia, en pleno valle de
Las Batuecas, provincia de Salamanca. Llegamos casi a la hora de la cena en
donde teníamos reservadas dos de las villas de la Abadía de los Templarios. Es
un complejo enorme, tan grande que parece imposible que una iniciativa privada
sea capaz de construir algo así. Las villas son casas hechas al estilo de la
zona, con tejados a dos aguas y fachadas atravesadas con vigas que le dan un
aspecto a casa de pirineo navarro o caserío vasco. La finca está llena de
chiringuitos para tomar un refresco en verano, piscinas, aparcamientos…, pero
no quiero que esto parezca un pliego turístico. Donde se hacía la vida era en
el hotel propiamente dicho, donde estaban el comedor gigante, el spa, la
discoteca, y un largo y mastodóntico etc. Nos reservaron una mesa cuadrada para
diez comensales en un comedor hecho para celebrar los banquetes más
multitudinarios y donde nos sirvieron una cena correcta con más pretensiones que
calidad. Lo peor, el vino. Un vino que de tan joven parecía nonato, y al que hasta
aguja fina parecía tener para ser un tinto de la tierra. Pero en esto de los alcoholes
no importa tanto la calidad como el ambiente que crean, sobre todo cuando uno
tiene ya la boca caliente y se afloja la risa y el buen humor. Después de la
cena nos tomamos las preceptivas copas en un coqueto salón que parecía hecho
para nosotros: diez personas, sillones y sofás para cada uno con su copa en la
mano. Unas risas y pronto a la cama que al fin y al cabo era viernes y quien
más y quien menos se había pegado su laboral madrugón.
Por la
mañana desayunamos en el bufet una cantidad de comida suficiente para
mantenerse el día completo. Y aún diría más, con una cantidad de calorías suficiente
como para triunfar en cualquier programa televisivo de Robinsones de islas
desiertas. Mucho de todo, muchas cosas buenas y alguna otra de la mala: que en
la tierra del jamón pongan uno tan malo y tan
crudo es para echarse a llorar. ¿Qué pensaría de nuestro jamón un americano que
ha escuchado mil veces las excelencias de nuestros ibéricos? En fin, con esas
apreturas de cinturón y un sol primaveral cegador de mangas cortas emprendimos
viaje corto a Riomalo de Abajo. Un pequeño conjunto de caseríos que es visitado
sobre todo por su entorno y por el río Alagón y por un recodo del mismo digno
de las más salvajes películas del oeste. Intentamos llegar pegaditos a la
rivera pero un mar de piedras de pedernal y sobre todo, el río, que nos cortó
de manera definitiva el paso, hizo que
volviéramos a los coches y nos acercáramos a ese mirador, que al fin y al cabo
las mejores vistas pertenecían a aquellas alturas. Allí, en el mirador, nos
encontramos con unos vecinos de al lado de casa. ¡Con lo grande que es el
mundo! Dijimos. El sol y el paisaje eran espectaculares y daban ganas de
haberse llevado allí unas cervezas y unos bocadillos de jamón (del bueno) y
quedarse allí viendo el discurrir brillante del agua.
Luego fuimos a Ciudad Rodrigo. En unas decenas de kilómetros virados y de subes
y bajas alcanzamos una carretera de grandes rectas y planas como las de una
pampa en miniatura. A derecha e izquierda vacas, toros y cerdos en plácidas
eras de carnoso pasto, y en el cielo nubes cada vez más hinchadas, que valían
para refrescar el aire pero para mojar ni una losa.Para entrar en Ciudad Rodrigo dejamos los coches al pie de la muralla y la atravesamos por un túnel para dar a una calle solitaria y triste. Sólo alguna vieja de negro por la calle a pesar de ser la hora del aperitivo y tiendas y comercios con solera, antiguos. Tanto que en un cartel ponía: Almacén de drogas. El pueblo se camina en cuatro patadas, y en dos o tres plazas con edificios históricos con escudos torcidos donde un banco o una institución los ocupa como un gasterópodo su concha, vaya Dios a saber por qué. Y enseguida recalamos en el paseo de la muralla que es lo más espectacular de las vistas y paisajes que rodea todo. Desde una altura suficiente contemplamos el río Águeda con su Campo Charro allá abajo y me hace recordar enseguida las vistas del Tormes desde las elevaciones de Salamanca, con sus puentes y con su rivera escoltada de árboles grandiosos de hojas otoñales. Después de comer en La Paloma, un bar restaurante recomendado con cierta calidad en las carnes y las ensaladas, y con una televisión plana presidiendo a los comensales (ahí no paraban de salir las desgraciadas imágenes del atentado del viernes 13 en París) fuimos a visitar el Parador Nacional del sitio. Preguntamos a un señor que paseaba por la muralla las indicaciones para llegar, se quedó callado y mirándonos, y dijo que daba igual; tiráramos por donde tiráramos, llegaríamos igual porque, decía él, “a la redonda” se llegaba tanto para la izquierda como para el contrario. Y tenía razón. Armaduras y maniquíes, litografías y pinturas, en lo que fue el castillo de Enrique II de Trastámara. Sin el chupito nos fuimos a por los coches porque nos esperaba la cena fuerte en el hotel. Me tocó conducir.
A las siete y media, la mitad de nosotros
fuimos a pasear por La Alberca y la otra mitad se fueron a disfrutar de una
hora más de SPA. Llegamos a las siete y media. La verdad es que, sin ser un
apasionado de estos sitios, hay que reconocer que están bien. Es como una
cámara de torturas pero en las que no se pasa tan mal. Ducha normal, pasar por
un caminito de piedras puntiagudas (que me salté), agua caliente y fría en otra
ducha, siete minutos en una sauna hirviendo, zambullida en agua congelada
(había que aguantar veinte segundos, yo aguanté tres, y a base de grititos),
chorros de agua, y lo que más me gustó: una pequeña piscina en penumbra con
agua muy salada para flotar. Es tan placentero como volver por un rato a la
placenta, que de ahí vendrá el nombre, digo yo.
Por
la noche disfrutamos de la cena de gala, podríamos decir. Es de las modalidades
que más me gustan a la hora de cenar fuera: un menú degustación: no tener que
pedir nada. Platos modernos y correctos sin echar cohetes y un vino blanco de
la casa (no quise repetir el error de la cena anterior) y unas risas. Agradable.
Para desengrasar buscamos la discoteca del
mismo complejo. El local, como sitio, es grande y equipado. Un grupo de niños
con sus observadores padres saltaban por la pista bastante divertidos.
Esperamos a que se fueran y cuando estuvieron cansados, los padres, se fueron.
Y entonces entramos nosotros en acción, casi los únicos que estábamos, quitando
algunas parejas, sorprendidas y observadoras. Nos marcamos algunas ruedas
cubanas, con más ahínco que acierto y nos tomamos unas copas que era de lo que
se trataba. Antes de irnos le pedí al Dj algo de Los Van Van y pinchó una de
las que más me gustan. Un día, como dijimos al partir hacia las habitaciones,
muy completo.
La mañana del domingo la dedicamos a ver mejor el pueblo y hacer algunas compras. Vimos un cerdo deambulando solo por la calle. Decían que se rifaba entre los vecinos. Entramos en la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción. Un tamborilero tocaba en la puerta y dentro había algunos viejos de mirada ausente. Una señora muy mayor, vestida con ropas típicas, se acercó a MB y le confesó: “ese Cristo es de Juan de Junios”. El sol siguió siendo espléndido y nos marchamos. Al rato llegamos a Mogarraz. Había visto en el plano su situación y me sonaba el nombre. Nada más llegar me llamó la atención que en la fachada de una casa hubiera la pintura de un rostro. Eso en las primeras casas. Cuando fuimos bajando por empinadas calles, esos retratos se fueron haciendo más numerosos de tal manera que en cada casa había empotrados dos o tres o cuatro pinturas. Tenían el aspecto de la foto de un DNI pero del tamaño de un metro de largo por uno de ancho y, efectivamente, eran retratos de los habitantes de cada vivienda, una copia de DNI,s reales. Todas las mujeres hicieron comentarios parecidos: tétrico, de mal gusto, mal rollo, etc.
Había
una travesía de marchadores de una asociación de no sé qué, que pasaba en
aquellos momentos por el pueblo. En una alocución una mujer pronunciaba unas
palabras en honor a las víctimas de los atentados de París. Luego emprendimos
el camino hacia Candelario. Paramos en un mirador donde se veían los valles,
los ríos y las montañas, y con ese sol todo parecía aún más bonito. A veces
todos los elementos se alinean y cada cosa parece estar en su lugar.
Cada viaje es una experiencia distinta.
Aunque se vaya al mismo sitio. Siempre que he visitado Candelario me he llevado
un recuerdo agradable del mismo. Pero en esta ocasión no ha sido así. Lugares
cerrados, imposible comer en ningún sitio. Así es que después de dar un paseo nos
fuimos a Béjar, un pueblo más grande y cercano pero sin la personalidad de
aquél. Allí entramos, ya casi rozando las tres y media en una cafetería donde
un matrimonio de mediana edad se desvivió por nosotros. Nos sacaron lo mejor
que tenían y comimos alegres y divertidos.
Al acabar emprendimos el camino de vuelta a
casa. Atardeciendo vislumbramos al fondo la línea inconfundible de Madrid. Otro
fin de semana inolvidable.