En las dos últimas
sentencias del decálogo del perfecto cuentista Quiroga dice:
IX
No escribas bajo el imperio de la emoción.
Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual
fue, has llegado en arte a la mitad del camino
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que
hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el
pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de
otro modo se obtiene la vida del cuento.
En los cuentos
contenidos en este volumen, de madurez, Quiroga lo aplica a rajatabla. Hay un
cuento que ya había leído antes: El Hombre muerto. Un trabajador se cae de un
poste y al impactar en el suelo nota que el machete que llevaba se lo ha
clavado en el costado. Es una escena llena de horror y sin embargo todo en sí
se encuentra contenido.
En otro cuyo título
es Van-Houten hay un párrafo que bien pudiera ser el estilo que se ha empleado
desde entonces hasta la actualidad, véase William Ospina del que estos días leo
su última novela “La serpiente sin ojos”. “A tal hora de una noche lóbrega, el
Alto Paraná, su bosque y su río son una sola mancha de tinta donde nada se ve.
El remero se orienta por el pulso de la corriente en las palas; por la mayor
densidad de las tinieblas al abordar las costas; por el cambio de temperatura
del ambiente; por los remolinos y remansos; por una serie, en fin, de indicios
casi indefinibles”.
En definitiva, estos
cuentos están cosidos por ser de frontera, Misiones, donde los personajes son
pintorescos y muchas veces extraviados, y faltos de cualquier brizna de
esperanza. Recordar que hace un par de años hablé de él por ser una de las
biografías de suicidas más determinada: “Se suicidó su padre de un disparo de
escopeta –pudo ser un accidente-, su padrastro, a quien estimaba mucho; su
mujer, sus amigos Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni, dos de sus hijos. Para
colmo de males, mató a su mejor amigo de un disparo accidental”.
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