31/01/2013
Manu Leguineche es
uno de los mejores reporteros de conflictos bélicos que ha dado este país. De
los mejores periodistas y de los mejores escritores de viajes. Nació en un
pueblecito de Vizcaya, Arrazua, que tiene la clarividencia infinita de haber
sacado cero votos sumados los del Partido Popular y el PSOE.
Ha estado en todas
las guerras que ha podido. Antes no porque era demasiado joven y después
tampoco porque se retiró a disfrutar del merecido descanso en un pueblecito de
Guadalajara; Brihuega donde charla con los vecinos y juega al mus.
Leyendo el libro de
Leguineche que compré en La Cuesta de Moyano las pasadas Navidades se le cae a
uno el alma a los pies. Los últimos de Filipinas es el petardeo final de las pérdidas
de las Tierras de Ultramar. Una onda que llega hasta nuestros días. Hubo cierto
chisporroteo con la llegada de la transición y cierto buen porvenir con las diferentes
burbujas pero el Desastre seguía ahí aletargado. Sigue ahí.
El libro habla de la
batalla desigual entre la potente armada estadounidense y la birriosa armada
española. Prácticamente barcos de juguete en la bahía de Manila, y el
consiguiente desastre de Cavite. Pero sobre todo se centra en el puñado de
cazadores que resistieron en la Iglesia de Baler durante casi un año. Sin
apenas alimentos, sin noticias, sin higiene, comidos por los insectos y
cañoneados por los insurrectos. Ni siquiera enviados militares lograron que el
teniente Martín abandonara su terca postura.
En varias ocasiones
aparece el pobre escritor extremeño Felipe Trigo quien fue macheteado casi
hasta la muerte. Pensaba que en España no se hablaría de otra cosa pero aquí
estaban a otra cosa. No sabía, como le recordaron “que a esa guerra se va
llorado”.
En fin, qué
Desastre. Como decía el malagueño primer ministro durante un montón de años: Es
español el que no puede ser otra cosa.