miércoles, 9 de septiembre de 2009
08/09/09
Salgo a dar unas vueltas en bici al bosque que hay cercano a mi casa. Comienza a llover y la tierra, las raíces, las plantas, despliegan olores subterráneos que parecían ya sepultados para siempre por la falta de agua. Pero son apenas cuatro gotas; luego todo vuelve a la sequedad y las fragancias se escabullen como pétalos sensibles.
Cuando llego me preparo un té. Un té hecho según la ceremonia del desierto. Un ramillete de hierbabuena, dos puñaditos de té de china (uno por cada vaso) y unos cuantos terrones de azúcar. Luego, con el agua a punto de ebullición se echa en la tetera y posteriormente se va vertiendo en el vaso, ganando altura para que haga espuma, repitiendo la operación cinco veces, para que se mezcle bien el azúcar. Me contaba hace años un amigo que su padre le contaba que ésa era la mejor bebida para hidratarse en el desierto. Para imitar a los tuareg, me pongo de cuclillas en el salón mientras leo el periódico. He leído que es una postura sana pero a los dos minutos no aguanto más y me tumbo en el sillón, que no será tan sano pero qué a gusto se está.
En el periódico hay una noticia sorprendente, de las que gustaría leer más y más: han descubierto un extinguido volcán en Guinea Nueva Papúa. Ratas gigantes, ranas con colmillos, gusanos peludos, murciélago con los orificios de la nariz en forma de tubo, canguros que se suben a los árboles. Uno vuelve a tener la ilusión de que mundos desconocidos existen todavía. Que hay un mundo perdido al modo de como lo describió Conan Doyle.
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