Me apetece de nuevo confundirme con los turistas y decido irme a dar una vuelta por el centro de Madrid. Una mañana espléndida de sábado. Quiero ver la remodelación del Mercado de San Miguel. Es como el de la Boquería de Barcelona pero solo con una selección de los puestos más fashion. Todo el centro de Madrid está empapelado con esta palabra, fashion. Hay un montón de turistas deleitándose con los manjares servidos por camareros vestidos de blanco. Hay puestos de fruta que parecen cuadros geométricos de Archimboldo. Quesos de todos los países. Chocolates olorosos, cervezas de todas las latitudes, botellas de vinos sumergidos en hielo picado, ostras, langostas, calabazas gigantes formando un bodegón, vasitos de zumos de colores, tapas; delicatessen. Yo, aunque es mediodía, prefiero tomarme un cortado mientras observo y hago fotos.
Después enfilo por la misma cuesta de San Miguel, llena de gente tomando cervezas, hasta la calle de Toledo para volver sobre mis pasos y detenerme a contemplar a los pintores y a las esculturas vivientes. Casi siempre les echo unas monedas porque siento que es un arte con una dificultad añadida, la inmovilidad.
Una señora recrimina a uno de estos actores porque dice que la asustan. El actor, en realidad una cabeza ensangrentada en medio de una mesa escoltada por otras dos caretas monstruosas, con el gesto suyo de todos los días, escucha a la señora y parece querer decirle que algo tendrá que hacer para ganarse la vida. De vez en cuando mueve una de las otras cabezas para ver si la señora sale corriendo despavorida y lo deja en paz. La gente parece divertirse. La señora se asusta pero no se va. Yo sí. Hay muchas de estas esculturas. El río de la gente es incesante y ya se sabe que de la arena del río se extraen pepitas de oro.
Luego me voy a una de esas librerías grandes donde sabes que encontrarás algo original. En las otras, la de los centros comerciales, sabes que hay muchos libros pero pocos títulos.
Me quiero comprar cien libros pero como no puedo he de elegir. Me llevo “El Miedo” de Chevalier, cuyo título tenía metido en la mollera desde que salió. Y “El libro de las Quimeras” de Cioran del que ya he leído un par que no me gustaron. Hay que insistir. Hay que insistir en un autor que dice esto a los veinticinco años -párrafo al azar-:
“Cuanto más se conoce a un hombre, más cerca se está de una fatal separación de él. El conocimiento separa a un ser de otro y anula los granos de misterio que se encuentran en toda existencia, por muy mediocre que esta sea”.
Me traigo también –para compensar- una novela sobre la conquista, de Vázquez-Figueroa. Cienfuegos. Y me dejo en los estantes entre muchos otros, con gran dolor, una biografía de Cabeza de Vaca, y, de nuevo, la monumental del Dr. Samuel Johnson.
Regreso a casa con los libros escondidos y debajo del brazo, un pan recién horneado.