Terminé los dos días de lectura que he gastado en leer La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon. Durante décadas he oído cosas interesantes de esta novela del escurridizo escritor norteamericano. Lenguaje laberíntico, publicada allá a mediados de los sesenta. “El lector tiene que poner de su parte”, “Se debe leer con gran concentración”. Se lo compré a una mujer de Móstoles junto a otros cuatro, “un lote” en el que este me ha parecido el peor. ¿Por qué se han empeñado los escritores en un determinado periodo de la historia en querer confundir al lector? No, oiga, cuénteme una historia bonita o fea, cruel, insoportable si quiere, pero que sepa qué me quiere decir. “Usted no es lo suficiente inteligente para leer mis libros” parecen decir. Pues allá ellos. La mujer (estuvimos unos instantes hablando) me dijo que no había podido pasar de tres o cuatro páginas. Ahora la he entendido. En la novelita la señora Maas recibe una carta donde se dice que ha sido nombrada albacea de un ex el cual tenía una inmensa fortuna. Hasta ahí vale. Pero a partir de ahí hay un lío de personajes, de reflexiones, de historias y sub-historias que parecen no tener nada que ver con la trama.
Recuerdo hace un montón de años, seguramente a mediados de los noventa, cuando compraba religiosamente todos los domingos El País, cuando era un diario serio y donde leía igualmente el Babelia, seguramente leería una reseña entusiasta cuyas ondas me han llegado hasta ahora. Bueno, pues después de Vineland, fracaso, y ahora esta, se acabó Pynchon.
Dicen que estudió literatura con el gran Nabokov. Está claro que siguió su propio camino, aunque he de decir que alguna obra del ruso también me costó lo suyo. En cualquier caso él no recordaba al joven americano.
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