miércoles, 14 de septiembre de 2022

SVETLANA ALEKSIÉVICH. El fin del Homo sovieticus.

  

 Lo compré en la FNAC después de haber demorado su compra durante años. Pero cuando uno tiene metido el gusano del deseo en la cabeza sabe que tarde o temprano vas a rendirte. Traducción del ruso de Jorge Ferrer. Muy buena. Undécima reimpresión. Abril de 2022. Comencé su lectura nada más llegar a casa y me ha acompañado durante el viaje que hemos hecho por el sur de Noruega. Ha sido una verdadera impresión leer estas cosas de lo soviético en una sociedad como la escandinava. La miseria con la abundancia. El ferrocarril y la inundación de coches de alta gama, Teslas por todas partes. Sí, un país que tiene unos pocos millones de habitantes con una población inmigrante en aumento, con unos sueldos altísimos y unas tasas de impuestos a la par. Un maná en forma de oro líquido con unas reservas de momento inagotables. Y unas buenas políticas de reparto.

  De esta mujer, Aleksiévich, me gusta todo. Da voz a los oprimidos y no solamente a ellos. También a los déspotas, a los violentos, a los reaccionarios. Creo que tengo todos sus libros traducidos. Habla de la transformación de la sociedad rusa, soviética, con la perestroika, de la forma de pensar antes y después. De la libertad y de lo que supone “porque nadie nos había enseñado a vivir en libertad. Sólo nos habían enseñado a morir por ella”. En las primeras páginas habla de Los hijos del Arbat, novela que me resultó un tostón allá por el 89, cuando lo compré. No me resultaba entonces un tema interesante. Ahora lo tengo en el montón de pendientes, Anatoli Ribakov. Chistes en la cocina soviética: “Comunista es el que ha leído a Marx; anticomunista es aquel que lo ha leído”. También compré el de Rusia, de Antony Beevor y El diario de la revolución de Marina Tsvietáieva. Los leeré en ese orden y tengo la impresión de que cuando acabe entenderé mejor qué mierda está pasando en el mundo, por qué esta invasión.

  Para hacer su trabajo solo emplea la grabadora, papel y lápiz y su empatía para que sus interlocutores se abran. Da testimonio a los que nunca tienen voz en la historia. “El comunismo se propuso la insensatez de transformar al hombre “antiguo””.

    “Hoy el presidente goza de un poder semejante al de los secretarios generales del Partido en tiempos soviéticos, un poder absoluto. Y el lugar del marxismo-leninismo lo ocupa ahora la doctrina de la Iglesia ortodoxa rusa…”.

  Muchas de las cosas que pasan ahora en la historia se entienden mejor habiendo leído este libro. Debería leerse en todas las facultades de historia contemporáneas. “Ya sé que da vergüenza mostrarse feliz por tener un molinillo de café alemán… ¡Pero estoy tan feliz!”.

  Una entrevistada avisa de la ardua tarea que tiene por delante para intentar reflejar la realidad, la verdad. “He leído los libros que usted ha publicado y creo que hace mal en confiar tanto en el hombre, en la verdad que pueda comunicarle un hombre”.

  “Las verdades que manejan los hombres son como esos clavos en los que cualquiera puede colgar un sombrero”.

  “Hay algo inconsciente en la mentalidad de este país que pide a gritos un zar”. “Putin es un clon de Stalin. Ha llegado para quedarse”.

  Tabula rasa por debajo de la línea de lo más íntimo: “¿Quién diablos es este Ajromeiev, por muy mariscal que sea, para tener dos televisores y dos neveras?”. Pero claro, si no vas predicando con el ejemplo todo se puede venir abajo.

  “Soñaba con que hubiera paz en las chozas y guerra en los palacios”. O ser condenado por ser el primero en sentarse durante la eterna ovación al gran líder.

 

  “Dice Sunsang Sontag que el comunismo es el fascismo con otro rostro humano”.  

  “Marx a sus discípulos: Lo único que sé es que no soy marxista”.

  “Heine: Sembré dragones y coseché chinches”.

  Otra vez la utopía a la fuerza, la receta que “necesita” la humanidad: “Con puño de hierro conduciremos a la humanidad hacia la felicidad”.

  “Es terrible haber nacido en la URSS y tener que vivir en Rusia. Ni uno de los sueños que yo tenía se ha cumplido”.

  “Gorbachov nos abrió la jaula y todos salimos en estampida”.

  “Es preferible ser una criada bien pagada aquí que un médico con un salario pordiosero allí”. Una inmigrante rusa en EEUU. “Y después estaba ese olor a pizza y buen café”.  La incredulidad: “La guerra la ganamos nosotros, pero vosotros los rusos os portasteis muy bien y nos echasteis una mano”. Su jefa.

  Durante el camino de vuelta, casi dieciséis horas entre aeropuertos, traslados, control de pasaportes, facturación y las horas en el avión, le pegué un bocado tan sustancioso, tan provechoso, que hizo el viaje más ameno.

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