Octavo tomo del Salón de los Pasos Perdidos
que leo. Su antiguo propietario, Emilio Carrasco, no subrayaba nada, lo ha
cuidado bien; tan solo, muy de vez en cuando, cruza con lápiz una errata, o
planta un tímido signo de interrogación. Apenas diez o doce en 815 páginas. La
lectura de estos libros, como el mar, como el fuego, es para mí como un
ensimismamiento. El lector, al menos éste, no siente el paso de las páginas,
tan liviano como el paso de los años. Creo que ya conté que la recomendación
que me dio el autor, en la feria del libro de la primavera del 18, es que
leyera el último y luego empezara por el primero y fuera avanzando. No le hice
caso: leí el último, Mundo es, luego El Gato encerrado, el primero, y a partir
de ahí fui comprando y leyendo hacia atrás en el tiempo. Son cada vez un año
más jóvenes, Andrés y su mujer; más niños sus hijos. Permanecen inalterables en
cambio sus conferencias, quitando el que los contrincantes son distintos, sus
pesados viajes promocionales, los pocos premios, las Viñas, el Rastro, los
paseos, el paso de las estaciones, la naturaleza, los gatos, los perros y los
pájaros. Por cierto que estos días ha aparecido su libro sobre el gran mercado
madrileño y hace un par de días he comenzado a leer el libro sobre el mismo
tema de Ramón Gómez de la Serna. Parece mentira que eso lo haya escrito un
muchacho de 23 años, claro que para el autor madrileño esa era ya una edad
madura teniendo en cuenta que con diecisiete ya empezó a publicar.
Ya tengo
ubicado el siguiente en una librería de Salamanca, La Cosa en sí, otras
setecientas y pico páginas de gozo correspondientes al año 2000 y por solo 18
euros. ¿Será del mismo dueño? Dice que tiene el sello del antiguo dueño.
Estaría bien saber las andanzas, las aventuras y el porvenir de los libros.
Si tuviera
que resumir este tomo podría utilizar prácticamente los mismos temas y palabras
que los anteriores. Una visita a León para reunirse con su familia. Las Viñas y
los problemas con sus hijos porque quieren pasar fuera la noche vieja, siendo
tan jóvenes entonces. Las librerías de viejo, donde casi siempre se va de vacío
como me ocurre también a mí. El 99 por ciento de lo que hay es la repetición de
saldos de quisco mil veces manoseadas. Pocas cosas de interés, y cuando se
encuentran, ya las tiene uno, como dice él.
Ayer tarde,
15 de noviembre, comí con unos compañeros en el centro de Madrid. Casa de
Asturias. Comida buena y en abundancia, lleno de comensales. A las cinco de la
tarde rehusé ir con algunos a seguir bebiendo. Ya tenía grabadas, por
previsibles, las conversaciones. Recuerdos de los viejos tiempos, historietas
mil veces escuchadas. Preferí marchar caminando hasta una librería de viejo que
me recomendó Jesús, otro amigo al que le gustan estas cosas. Estaba a más de
dos kilómetros. Librería Dodó, cerca del metro de Quevedo. Nada si es con la
temperatura más que agradable para un mes avanzado de noviembre. Hay humedad y
huele a hojas pudriéndose en el suelo. Paso por calles que hacía tiempo que no
pisaba. La plaza del Dos de mayo. La librería está bien abastecida y ordenada.
El dueño tiene un acento extraño aunque es, me dice, de Veracruz, estado de
Méjico. Algunas veces me dice que si necesito algo se lo pida. Tiene libros
buenos pero la mayoría son corrientes, mil veces vistos. Por llevarme algo y
hacer gasto me llevo por cinco euros aquella primera novela que tanto éxito
tuvo hará una década: Bilbao-New York-Bilbao, de Kirmen Uribe.
El libro, como se ha dicho, de más de
ochocientas páginas, lo he leído en un par de semanas. He comprobado que cuando
estoy disfrutando de la lectura, estoy más contento. Y también que no me
importa tardar más o menos. Cuando es desagradable o aburrida me impaciento,
quiero acabar pronto pero a la vez no abandonar.
He subrayado poco porque es querer fijar un
río o una ola del mar. Todo fluye a través del año sin que uno se dé cuenta. “Claro
que a Cervantes, salvada la indecorosa proximidad, le ocurrieron también
incontables aventuras y al final de lo que escribió fue de cosas que pasaron la
mayor parte entre Puerto Lápice e Illescas”. Trapiello es, comparando, como un
gaditano de esos al que le salen genialidades casi sin pensar, gracioso, donde
una palabra, un adjetivo, es capaz de causar hilaridad. “El libro –habla de un
libro que lee en ese momento- está escrito haciendo uso del cesáreo presente
histórico y del pretérito tacitano, lo que da como resultado algo parecido a lo
que en gastronomía pudieran ser bombones al ajillo”.
A veces el autor hace alabanzas de la
literatura realista. A mí me gusta. “Lo único que no aburre ni cansa nunca es
la vida, quizá porque no tiene argumento”. Y es que estos libros, mal que les
pese a algunos, están llenos de vida. De aquí a nada saldrá el siguiente. Lo
poco que compre hasta el final de año será de Trapiello: Su Rastro, el nuvo de
los Pasos perdidos, La cosa en sí.
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