Todavía puedo recordar perfectamente cuándo leí La
Hoguera de las Vanidades, el año que la editaron en español, 1987. Estaba a
punto de independizarme y estábamos buscando el piso donde vivir. El libro lo
llevaba de un sitio para otro, pero tengo la imagen de estar concentrado en
casa de mi tía, en una habitación donde entraba la luz del sol y donde no había
nadie, en contra de lo que pasaba en mi propia casa, que me molestara. La
historia es la del hundimiento de un amo del universo debido al atropello de un
afroamericano. Era como ver una película a máxima resolución, una película con
un guión único, redondo, interesante. Podías ver el brillo de las joyas, de los
relojes, del carmín de las mujeres atractivas, el perfume de los personajes
privilegiados. Jóvenes a los que una orden dada en la bolsa de Nueva York hacía
ganar cientos de millones de dólares. Me gustó mucho. Pero nunca volví a leer
un libro de Wolfe.
El tema de esta
novela del año 2012, un policía de origen cubano, la ciudad de Miami, los
neones de los edificios art decó, las fiestas, un psiquiatra experto en
enfermos de porno, o en los que se dejan la pilila desollada de tanto
masturbarse, mafiosos rusos, amantes, locales de fiesta; todo eso que tanto me
gusta, hizo que la leyera, pero la decepción ha sido tan grande que no creo que
vuelva a leer nada suyo. Una decepción como cuando vuelves al lugar que
recordabas de niño y ves más pequeño y feo de lo que recordabas. Un porrón de
páginas de páginas apretadas que se me caían de las manos, una torrentera de
palabras y palabras para describir una escena anodina, una pérdida de tiempo en
definitiva.
Es como una de
las tantas series de televisión que resultan descoloridas, faltas de ritmo
narrativo, en las que el espectador se pierde y no sabe por dónde van los
tiros. Personajes predecibles, llenos de rasgos en caricatura, lugares comunes,
una trama con una absoluta falta de interés.
Por eso he
necesitado enseguida, para curarme de un leguaje tan descolorido, echarme algo
con poder narrativo, expresiones llenas de sabiduría lingüística, un español
como de los que quedan pocos, un clásico en vida, mi querido Trapiello y su
octavo diario que leo, me hacía falta.
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