lunes, 25 de julio de 2016

OLMEDO. 8, 9 Y 10 DE JULIO DE 2016.

 
  Otro fin de semana con la familia en una casa rural. En este caso –cinco van ya; los cinco años de I. y M.- Olmedo, pueblecito famoso de Valladolid por ser de allí y tener su palacio el famoso caballero.
  Para llegar hubimos de hacer, después de dejar la general, casi cuarenta kms de carretera en doble sentido, plana y recta como las que se ven en las películas de la ruta 66 de América. Campos de siembra amarillos e inundados de sol y calor.  Entrar a las Cavas, el nombre de las casas donde nos hospedamos, era como entrar en un vergel, lleno de plantas, flores y grandes árboles de los que se tardan décadas en ver lo suficientemente altos y frondosos para que procuren buenas sombras. Las casas son como las de los cuentos infantiles: de madera, con sus porches y sus terrazas de barandillas de forja y donde se encuentran en la planta de arriba, habitaciones abuhardilladas de lo más originales. Una piscina de tamaño más bien pequeño servía  para refrescarse del intenso calor. El césped y los árboles también ayudaban a combatirlo. En  Castilla es seco; las moscas viven en plena armonía. Y sobre todo, un paraíso para los niños, a quien no importan las moscas o el calor si lo pasan bien; la “casa del árbol”, una construcción en madera con pasadizos y escaleras, dignas de un bello cuento infantil.
  Nada más entrar en los terrenos de Pablo, el dueño, llamaba la atención un niño de unos tres años, solitario y con una clara falta de afecto y compañía. Pablo tiene 73 años, y Pablito, el niño, es su hijo. Nos enteramos a través de una trabajadora que la madre los había abandonado cuando tenía once meses. Más de una vez el padre tuvo que llevárselo a rastras a altas horas de la noche porque quería jugar con nuestros niños. I., M, de cinco, D. de tres y S., la pequeña, de apenas uno. Llegamos algo tarde por el tráfico y cuando lo hicimos, el resto de la familia, estaba sentada al borde de la piscina. Sus caras ya denotaban algún contratiempo o alguna cosa que no era lo que se podría esperar. Intenté infundir optimismo y alegría, ganas de dejar pasar los malos pensamientos y sospechas y resaltar tan solo lo bueno. Cuando hablamos con Pablo todo se fue oscureciendo como la noche. Claramente es el típico embaucador de los que hay tantos en este país de la picaresca y la estafa. Cenamos muy bien con las cosas que nos trajimos de casa: y fue tanta la comida que nos dio para comer al día siguiente.
  Por la mañana fuimos a ver el Centro Mudéjar, un conjunto de monumentos hechos a escala parecido a lo que puede verse en el Pueblo Español de Barcelona. Hizo tanto calor que los padres querían darse la vuelta con los niños. Al final, después de un paseo previsto de veinte minutos se convirtió en cuarenta. A la vuelta vimos un sitio precioso: la hospedería Rías Baixas: una gran pradera de hierba y una piscina maravillosa al fondo, rodeado todo por unas casas para viajeros. Todo cuidado pero como en decadencia. De hecho, el dueño nos enseñó un salón donde bien podría rodarse una escena de El Gatopardo. Comimos, como he dicho, de las sobras del día anterior; echamos una siesta y pronto emprendimos los preparativos de la fiesta de por la noche del sábado. Fiesta de cumpleaños de los niños, globos, banderolas, y –yo aún no lo sabía- disfraces. La cena fue lo peor que hemos vivido en esto de las casas rurales. Ya me escamaba que cobrara 24 euros por persona. Por: un aperitivo de morcilla, una ensalada pelada y mondada y un plato de patatas y huevos fritos con una uña de jamón y una salchichita como la pilila de un angelito; de postre una gran mus de limón, simple como el que podamos hacer en casa en dos minutos. No quise estropear la cena y solo hice sentar a Pablo en la mesa un instante para decirle que era una estafa, que no pensaba pagar por eso y que se olvidara que desayunáramos allí.
  Dejamos la fiesta en paz no sin antes mostrar Pablo una gran ofensa. Son negocios que claramente viven de la renovación: jamás harán fieles clientes y al parecer no les importa. He intentado poner las peores críticas en las páginas que sirven para avisar a los potenciales visitantes.
  La fiesta estuvo bien hasta que R. nos pidió a mi hermano, a D. y a mí que nos metiéramos dentro de la casa para decirnos una cosa. Nos sacó unos adornos para que nos vistiéramos de jamaicanas. Y, como suele pasar en estos casos, no supe decir que no, provocar una decepción. Así es que me dejé hacer y salimos haciendo un desfile improvisado: ellos dos de chicos y yo, que me dijo que iba a ser simple comparsa, de chica (luego me confesó que mis rasgos casaban mejor con los de una mujer). Pasados los primeros momentos de vergüenza y de las risas de todos los presentes –menos de la peque S., que me miraba con cara realmente extraña- me dejé hacer muchas fotografías, con unos y con otros, como si fuera una estrella de Hollywood. Eso sí, con la promesa de que a nadie se le ocurriera colgarla en las redes sociales. Luego, bebimos y bailamos unas salsas con meneíto. Por la mañana discutimos con el dueño para liquidar la cuenta y conseguí una pequeña rebaja. Me pareció, no obstante, un robo, sobre todo por la cena. No quise darle mucho carrete porque estaba claro que el hombre quería hablarnos de su vida y al final me dio más pena que rabia. Pobre hombre. Nos fuimos a comer al restaurante de las Rías Baixas donde nos dieron de comer correctamente sin que fuera para echar cohetes. Estuvo genial en general y sobre todo porque invitaron mis dos hermanos: F. Y O.
  Y con las fresquitas, nos fuimos a casa. Otro año cumplido, un año más, un año menos.

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