Otro fin de semana con la familia en una casa
rural. En este caso –cinco van ya; los cinco años de I. y M.- Olmedo,
pueblecito famoso de Valladolid por ser de allí y tener su palacio el famoso
caballero.
Para llegar hubimos de hacer, después de
dejar la general, casi cuarenta kms de carretera en doble sentido, plana y
recta como las que se ven en las películas de la ruta 66 de América. Campos de
siembra amarillos e inundados de sol y calor.
Entrar a las Cavas, el nombre de las casas donde nos hospedamos, era
como entrar en un vergel, lleno de plantas, flores y grandes árboles de los que
se tardan décadas en ver lo suficientemente altos y frondosos para que procuren
buenas sombras. Las casas son como las de los cuentos infantiles: de madera,
con sus porches y sus terrazas de barandillas de forja y donde se encuentran en
la planta de arriba, habitaciones abuhardilladas de lo más originales. Una
piscina de tamaño más bien pequeño servía
para refrescarse del intenso calor. El césped y los árboles también
ayudaban a combatirlo. En Castilla es seco;
las moscas viven en plena armonía. Y sobre todo, un paraíso para los niños, a
quien no importan las moscas o el calor si lo pasan bien; la “casa del árbol”,
una construcción en madera con pasadizos y escaleras, dignas de un bello cuento
infantil.
Nada más entrar en los terrenos de Pablo, el
dueño, llamaba la atención un niño de unos tres años, solitario y con una clara
falta de afecto y compañía. Pablo tiene 73 años, y Pablito, el niño, es su
hijo. Nos enteramos a través de una trabajadora que la madre los había
abandonado cuando tenía once meses. Más de una vez el padre tuvo que llevárselo
a rastras a altas horas de la noche porque quería jugar con nuestros niños. I.,
M, de cinco, D. de tres y S., la pequeña, de apenas uno. Llegamos algo tarde
por el tráfico y cuando lo hicimos, el resto de la familia, estaba sentada al
borde de la piscina. Sus caras ya denotaban algún contratiempo o alguna cosa
que no era lo que se podría esperar. Intenté infundir optimismo y alegría,
ganas de dejar pasar los malos pensamientos y sospechas y resaltar tan solo lo
bueno. Cuando hablamos con Pablo todo se fue oscureciendo como la noche.
Claramente es el típico embaucador de los que hay tantos en este país de la
picaresca y la estafa. Cenamos muy bien con las cosas que nos trajimos de casa:
y fue tanta la comida que nos dio para comer al día siguiente.
Por la mañana fuimos a ver el Centro Mudéjar,
un conjunto de monumentos hechos a escala parecido a lo que puede verse en el
Pueblo Español de Barcelona. Hizo tanto calor que los padres querían darse la
vuelta con los niños. Al final, después de un paseo previsto de veinte minutos se
convirtió en cuarenta. A la vuelta vimos un sitio precioso: la hospedería Rías
Baixas: una gran pradera de hierba y una piscina maravillosa al fondo, rodeado
todo por unas casas para viajeros. Todo cuidado pero como en decadencia. De
hecho, el dueño nos enseñó un salón donde bien podría rodarse una escena de El
Gatopardo. Comimos, como he dicho, de las sobras del día anterior; echamos una
siesta y pronto emprendimos los preparativos de la fiesta de por la noche del
sábado. Fiesta de cumpleaños de los niños, globos, banderolas, y –yo aún no lo
sabía- disfraces. La cena fue lo peor que hemos vivido en esto de las casas
rurales. Ya me escamaba que cobrara 24 euros por persona. Por: un aperitivo de
morcilla, una ensalada pelada y mondada y un plato de patatas y huevos fritos
con una uña de jamón y una salchichita como la pilila de un angelito; de postre
una gran mus de limón, simple como el que podamos hacer en casa en dos minutos.
No quise estropear la cena y solo hice sentar a Pablo en la mesa un instante
para decirle que era una estafa, que no pensaba pagar por eso y que se olvidara
que desayunáramos allí.
Dejamos la fiesta en paz no sin antes mostrar
Pablo una gran ofensa. Son negocios que claramente viven de la renovación:
jamás harán fieles clientes y al parecer no les importa. He intentado poner las
peores críticas en las páginas que sirven para avisar a los potenciales
visitantes.
La fiesta estuvo bien hasta que R. nos pidió
a mi hermano, a D. y a mí que nos metiéramos dentro de la casa para decirnos
una cosa. Nos sacó unos adornos para que nos vistiéramos de jamaicanas. Y, como
suele pasar en estos casos, no supe decir que no, provocar una decepción. Así
es que me dejé hacer y salimos haciendo un desfile improvisado: ellos dos de
chicos y yo, que me dijo que iba a ser simple comparsa, de chica (luego me
confesó que mis rasgos casaban mejor con los de una mujer). Pasados los
primeros momentos de vergüenza y de las risas de todos los presentes –menos de
la peque S., que me miraba con cara realmente extraña- me dejé hacer muchas
fotografías, con unos y con otros, como si fuera una estrella de Hollywood. Eso
sí, con la promesa de que a nadie se le ocurriera colgarla en las redes
sociales. Luego, bebimos y bailamos unas salsas con meneíto. Por la mañana
discutimos con el dueño para liquidar la cuenta y conseguí una pequeña rebaja.
Me pareció, no obstante, un robo, sobre todo por la cena. No quise darle mucho
carrete porque estaba claro que el hombre quería hablarnos de su vida y al
final me dio más pena que rabia. Pobre hombre. Nos fuimos a comer al
restaurante de las Rías Baixas donde nos dieron de comer correctamente sin que
fuera para echar cohetes. Estuvo genial en general y sobre todo porque
invitaron mis dos hermanos: F. Y O.
Y con las fresquitas, nos fuimos a casa. Otro
año cumplido, un año más, un año menos.
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