Son las siete de la mañana y ya estoy en
la cafetería de la pensión. Pido un zumo de naranja, un café con leche y cuatro
churros que al poco se convertirán en seis. Están riquísimos. El caminar todo
el día hace que uno tenga siempre hambre. Me pongo en camino y me pregunto si coincidiré
otra vez con Arantxa. Recuerdo las conversaciones. Al ser de Bilbao tocamos el
tema vasco de forma tangencial, sin entrar en detalles, sin tener que entrar en
detalles. Lo que dije lo dije con sinceridad: había estado hacía poco pasando
un fin de semana en Bilbao y me pareció una ciudad maravillosa. Una ciudad que
ha recuperado un río y un paisaje. Donde el museo de Gugeenheim brilla en la
ría como una joya. En la que todo está limpio y como recién regado. En donde
hay infinidad de sitios para comer bien y en donde uno puede recorrerla dando
un largo paseo. Es una ciudad acogedora.
En la calle la luz de la farola ilumina un círculo débil y deja en
sombra al cruceiro centenario. Ya se ven algunos madrugadores como yo. En el
camino siempre se madruga mucho y se recoge uno pronto. Al poco de empezar a
caminar comienza a clarear el día. Siempre da alegría ver cómo sale el sol. Las
plantas están llenas de rocío y todo huele a húmedo, a naturaleza en
descomposición; a vida. Ésta va a ser la etapa más larga de todas pero me lo
tomo con calma. Después de dejar senderos y bosques el camino discurre pegado a
la carretera M-547, y de pronto el recuerdo de hace cinco años se aviva al
entrar en la calle recta del pueblo de Arzúa. Aquí fue donde paramos a
desayunar después de salir de Melide. En esa cafetería pedimos todos lo mismo
para que los gastos y las consumiciones fueran las mismas para todos. Cosas de
la convivencia. En la puerta hay dos hermanas y la pareja de una de ellas a las
que les pido que me hagan una foto. Llevan caminando desde Roncesvalles.
Hablamos de las vicisitudes del camino y nos contamos un poco la vida. Luego me
alcanzarían llevando un ritmo endiablado. A la salida del pueblo entro en una
frutería y compro un buen racimo de uvas. Este año en todas partes están
especialmente buenas: dulces, crujientes, casi sin pepitas. Me paro en una
fuente a comerlas y a ver el correo. El sol calienta cada vez más. Un
matrimonio joven pasan con sus dos hijos pequeños. Me admira la capacidad de
convicción que deben tener esos padres para hacer caminar durante horas a dos
mocosos.
Me pasa un grupo de jóvenes acompañadas por un chico que al parecer es
el porteador. Lleva una mochila descomunal mientras ellas van ligeras de
equipaje. Les ofrezco uvas pero nadie quiere probar el néctar del que están
hechas. Les cuento mi vida de caminante y se asombran de la velocidad y kilómetros
que hago cada día. Me dicen que no les extraña a tenor de los gemelos que
gasto. La vanidad me sube y no me gusta.
El camino se llena de vapor, tanto de la niebla como de la humedad del
suelo que comienza a elevarse con el calor. Encuentro un puesto de frutas y de
productos en el que nadie atiende. Hay una caja metálica en la que se echa la
voluntad. Por ejemplo la voluntad de un plátano son cincuenta céntimos. Me
gusta la idea y como uno que me sienta de maravilla.
En una especie de pequeño merendero hay un ciclista que está encima de
una mesa metido dentro de un saco de dormir. Todo está empapado. Pienso que hay
personas que no pueden pagarse ni siquiera un pobre albergue. Me siento mal al
poder permitirme mis lujos pero no así cuando los disfruto.
De entre los símbolos, recordatorios,
carteles, esculturas y demás material dejado por los peregrinos uno de los que
más me ha asombrado es el de una especie de lápida en la que se puede leer un
nombre, Miguel Ríos, y las fechas de su nacimiento y muerte: 1962-2011 y debajo
la foto de una mujer, ¿su mujer? No se sabe.
Hay una valla de piedra que rodea un mesón del camino y en lo alto de la
valla hay infinidad de botellas de cerveza. La cosa consiste en escribir en la
botella el nombre del bebedor, poner la fecha y dejarla allí junto a las otras.
La señora que me sirve la mejor empanada de bacalao que he comido jamás me
promete que al final de año publicarán en el facebook la fotografía de cada una
de las botellas. Es una cerveza casera que hacen en Santiago. La señora me
ofrece más pero a pesar del hambre y de las ganas rehúso porque he de seguir
caminando. Es la etapa más larga de todas. Aún me quedan trece o catorce
kilómetros. A partir de ahí se produciría el tramo en el que más agotado me
sentí. Parecía que no iba a llegar nunca el pueblo de O´Pedrouzo.
En muchos tramos se discurre paralelo a
la carretera. Por la noche la farmacéutica me contó que hacía unos meses un
camión arrastró a un muchacho alemán al engancharlo por la mochila. Quedó
destrozado. La verdad es que es el tramo más pestoso. Para llegar a la pensión
tuve que preguntar varias veces. Al final llego a las cuatro de la tarde. La
dueña es simpática y me ofrece llevarme a un local donde pueden darme de comer
a esas horas. La habitación es espectacular. Una gran cama y un baño
descomunal. Tengo las piernas hinchadas y llenas de polvo. Me ducho en dos
minutos y me acompaña al pueblo que está a menos de quinientos metros, pero estoy
cansado y rozado hasta el punto que al caminar parezco un niño de pañales. En
el restaurante pido el menú ejecutivo. Tiene dos buenos trozos de pescado que
ayudo a comer con cerveza. En la televisión está la vuelta en la que va
arrasando Contador. Luego camino como puedo hasta la habitación donde caigo
rendido y duermo hasta las ocho. A esa hora salgo a buscar un sitio donde tomar
mi ración de pulpo diaria. La señora me lo ofrece de otra manera: pulpo en su
estado natural: a la plancha con sal y aceite. Está sabroso. Hay muchas
pandillas que demuestran tener mucha confianza. Se ve que algunos y algunas
están algo bebidas, sobre todo una que no para de pedir jarras de sangría. No
me importa estar solo esta noche. En la farmacia consigo una buena crema para
las escoceduras de la entrepierna. Duermo plácidamente.