Hace veinte años
hubo una campaña de publicidad para promover el turismo en Euskadi. Era por
entonces consejera de turismo Rosa Díaz. El lema era “Ven y Cuéntalo”. Hasta
hace poco había terrorismo. Hace veinte años había terrorismo y, claro, había muertos
inocentes que algunos se empeñaban en poner encima de la mesa mientras que
otros habían de enterrarlos casi a escondidas para no molestar. Mingote, en una
de sus viñetas más controvertidas venía a repetir el mismo titular: “Ven y
Cuéntalo”, solo que sumaba a los turistas observadores, dibujados con apenas un
trazo, la fotografía real de una mujer
mutilada por una bomba. Bien: por
fortuna, las cosas, como decía la canción de Dylan, están cambiando.
El viernes nos
fuimos de excursión a conocer Bilbao. Uno cuando lo fue comentando por ahí en
los días previos, no dejó de escuchar alguna vez eso de “yo por allí no voy ni
loco”. Y debo decir de antemano que ha
sido una de las experiencias más bonitas que he tenido al conocer una ciudad. Me
ha gustado la limpieza exquisita de sus calles. Las soluciones urbanísticas de
la zona de la ría; por supuesto el museo Guggenheim que parece haberse creado
para estar justo en ese sitio. Las gentes, llenando las calles peatonales
tomando cervezas, chiquitos, chacolís, aguas de Bilbao…, copas, qué se yo. La
arquitectura, las muchas librerías que vi en unas pocas calles, los pintxos,
tan agradables de ver como de comer. El clima: apenas cayeron unas pocas gotas
y por la noche, al contrario que el frío seco de Madrid, la temperatura era de
unos diez o doce agradables grados.
Y la normalización, al menos aparente. Bajando
por una calle de Portugalete, en la fachada del Ayuntamiento, nos agradó mucho
ver lo siguiente: la bandera de la Unión europea, la de Euskadi, la de la
población y en el mástil central, la de España. Y al lado de todas ellas un
cartel: ETA no. ETA ez.
Llegamos a las diez
y media de la noche al hotel Escortel Coliseo, frente al teatro Campos Eliseos,
con su preciosa y merengosa fachada modernista. El hambre aprieta, el viaje ha
sido incómodo por la lluvia. En cuanto chequeamos vamos a buscar algún sitio
cercano para picar algo. Vemos que detrás del hotel hay una calle peatonal. Nos
decidimos por La Taberna de los mundos. Está abarrotado de gente comiendo
raciones y bocadillos. Tienen un sistema que no había visto nunca. A cada grupo
se le da un aparato electrónico que sirve para avisar de que su pedido está
listo. Esto hace que no se vocee como en muchos bares españoles. Todo está muy
animado. Luego vamos a dar un pequeño paseo y nos tomamos un gin tonic en un
sitio moderno pero con una música mala y lo que es peor, constante.
La habitación del
hotel es una chulada. Muy nuevo. Uno entra a la habitación y ha de bajar unas
escaleras, dando la sensación de pasar a un nido. La cama es grande y correcta.
Por la mañana vamos
al inevitable Museo Guggenheim. Antes desayunamos en un bar al lado del hotel.
Un camarero argentino nos lleva con dificultades las tostadas, los zumos y los
cafés con leche. Le echo un vistazo al periódico El Correo. Muchas secciones de
cultura, entrevistas, reportajes. Mucho material y bueno.
Recorremos la
distancia a través de un montón de calles llenas de comercios y varias
librerías, lo cual me alegra bastante. Al poco llegamos a la Ría del Nervión:
mitad ría, mitad río, mitad mar. Se parece a la solución dada a Madrid para
recuperar una zona muerta hasta entonces, o al menos de espaldas a los
ciudadanos. Mucha gente paseando, haciendo deporte. La temperatura es
agradable, suave. Al poco de caminar uno se da de bruces con la fachada del
museo: una verdadera escultura gigantesca. Pocas veces se habrá acertado tanto
con tanta audacia. Dentro, sin saber qué íbamos a ver, nos encontramos que está
la exposición del artista brasileño Ernesto Neto. Un artista que reivindica la
naturaleza como expresión de su arte con materia orgánica en sus composiciones
a base de tejidos y semillas. El recinto huele a especias. Nos ha gustado mucho
a todos. Y luego a la salida vemos la gran exposición permanente del gran
Richard Serra: La materia del tiempo. Uno piensa que el artista imagina en su
cerebro la obra, la obra de arte, en este caso mastodóntica, difícil, pesada, y
que ha de ponerla en práctica con las dificultades de la física en nuestro
planeta, y la pone en práctica y para ello tiene que ensamblar la voluntad, la
idea y hasta la economía de un montón de personas. Y salen esas planchas gigantes
de hierro que han debido hacerse con la ayuda necesaria de una gran industria.
Y las personas pueden meterse dentro y padecer una especie de claustrofobia por
sentirse dentro de una materia tan pensada y…, tan cercana. Todo esto, claro,
nos ha dado mucha hambre y vamos a buscar un sitio para comer.
Los pasos nos
llevan hasta la coqueta Plaza Nueva. Una Plaza mayor de Madrid en miniatura. En
los soportales un sinfín de gente toma sus bebidas; unos de pie, otros
sentados. Nos sentamos en el Café Bilbao a probar sus pintxos. Pedimos para
empezar dos botellas de chacolí. Saben conjugar el sabor y el color. Se nos
hace tarde para comer y el mismo camarero nos aconseja comer allí mismo a base
de ensaladas y raciones. Así lo hacemos. La mesa es perfecta para doce que
somos. Ubicada en un saloncito para nosotros solos. El vino y los manjares hacen
que pronto estemos contentos y riamos. Es de las veces, cuando se consiguen
momentos así, en los que da mucha alegría vivir.
Por la tarde paseos
y cena en Abando. Un restaurante modesto pero con un apreciable e inevitable bacalao
al pilpil. Por la noche paseo hasta la discoteca Salsipuedes. No está mal hacer
un poco de ejercicio bailando un poco de salsa. El local está muy bien. Es
grande y con una pista bien situada. La música bien distribuida. Pero la gente
es muy distinta a la de Madrid. No se hacen animaciones ni ruedas cubanas ni se
ve que haya personas que sepan de qué va esto de los bailes caribeños. Pero la
experiencia está muy bien. Paseo agradable por toda la calle Rodríguez Arias hasta
el hotel.
Por la mañana
excursión hasta Getxo. Aparcamos cerca del transbordador del que el año pasado
fue su 120 aniversario. Como dice su página web: un arco del triunfo de la
naciente revolución industrial. Luce una mañana fantástica de sol. Los
habitantes llevan soportando varias semanas de mal tiempo y salen todos en
tromba a pasear y hacer deporte. Nos tomamos una cerveza en el molino cerca de
un acantilado de una altura considerable. Me extraña que no hayan puesto
barandas. Cualquiera podría caer y deslizarse por un barranco casi vertical
muchos metros. Comemos cerca en un restaurante con unas vistas espectaculares.
El cielo está azul, el sol nos da a los hombres en el cogote y en el inicio de
la ría multitud de pequeños veleros van haciéndose a la mar. Como dice Baroja
en el libro que leo estos días sobre Los Ortega, sobre el paisaje vasco: “es el
ejemplo perfecto para una cartilla escolar de geografía: allí estaban la bahía
y el rompeolas, y el mar y las rías, el tren y los barcos, el astillero, los
talleres y el ruido de sus fraguas…”.
Nada más tomarnos
los cafés, ya casi a las cinco de la tarde, nos ponemos en camino de vuelta.
Pronto vamos dejando el verde del norte para meternos en las llanuras de
castilla. Y a las diez de la noche en casa.
Un fin de semana
delicioso en el que repetiré a los que me voy encontrando: “Es un sitio para
ir, y contarlo”.