miércoles, 5 de enero de 2011

La ley del tabaco

Entiendo que no sea grato que nos enmienden la vida a base de leyes pero todas surgen de una necesidad social. Si todos pensáramos en los demás, es decir, si nos pusiéramos cada uno en el lugar del otro, posiblemente no haría falta promulgar ley alguna.

Haciendo memoria del tabaco también podemos acordarnos de lo que era el Congreso de los Diputados hasta hace unos años. Esas sesiones maratonianas donde se hacía difícil distinguir quién tomaba la palabra.

Cuando estudiaba EGB teníamos un profesor de matemáticas que no paraba de fumar Fortuna. Podíamos ver el humo de su cigarro suspendido a través de los rayos de sol. A mí eso me despistaba de sus explicaciones, y lo que es peor, me daban unas ganas tremendas de imitarle. El resultado fue que me convertí pronto en fumador y un negado de por vida en matemáticas.

Cuando nació mi hija mayor todos los padres fumábamos en la sala de espera. Cuando nació la pequeña en 2003 ya era impensable hacerlo aunque recuerdo haber visto a algún cenutrio. Yo acababa de decidir no fumar jamás. No hace falta nada, solo la voluntad propia de dejarlo. Cuando veo esas campañas de publicidad farmacéutica me río. Basta con decir no; es lo más barato y efectivo.

Sin embargo sí me gusta leer acerca del acto de fumar. Cabrera Infante y su “Puro Humo”, o “Sólo para Fumadores” de Julio Ramón Ribeyro, o “La Conciencia de Zeno” de Svevo. Julio Ramón también tenía esa determinación de la que hablaba para dejar el hábito. Una noche solitaria en un hotel tiró por la ventana medio paquete de cigarrillos al patio interior asqueado e intoxicado. De madrugada se jugó la vida descolgándose por las tuberías para desarrugarlo y darse un atracón de fumar.

Dejar de fumar es de las cosas más valiosas que he hecho en mi vida. No es mucho, lo sé, pero yo estoy orgulloso de ello. Y me alegro de que se haya implantado en este país sin apenas restricciones. Psiquiátricos y cárceles. Un motivo más para no acabar en estos sitios.

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