Todos los años me prometo no volver al centro de Madrid en estas fechas y todos los años vuelvo. Paseo desde la Plaza de España por la Gran Vía; un río de gente hasta la remodelada Plaza de Callao, Preciados, Sol. En Sol, justo en la puerta de la pastelería La Mallorquina se produce el colapso. La masa de gente se atasca y es imposible continuar. Se mezclan las colas para comprar o mirar la lotería o para entrar a los comercios; la gente que ha elegido equivocadamente este sitio como punto de encuentro, los turistas. A una señora, justo detrás de mí, la oigo protestar: “Qué barbaridad, parece que lo regalan, qué asco de gente”. La miro de reojo y nos avergonzamos. Los dos nos reconocemos en nuestra individualidad y en ser parte de toda esa masa amorfa y molesta, vulgar.
Consigo llegar a la Plaza de Oriente. Veo con sorpresa que el tipo del acordeón con el que me cruzo a diario está hoy aquí. Es muy bueno tocando. Me reconoce y me guiña un ojo. De vez en cuando le doy unas monedas; hoy con más razón. ¿De dónde vendrá? ¿Dónde habrá aprendido? Me gusta dar dinero a los músicos callejeros. Un día entró en el vagón donde viajaba un hombre de unos treinta años con una guitarra. Su aspecto era el de un típico sin techo: ropas descuidadas, mal aseado, el pelo grasiento, un semblante triste y caído donde en ningún momento dejó ver sus ojos. Llevaba un pequeño amplificador donde comenzó a sonar un ritmo de jazz. Pensé que era otro pesado de esos que piden con descortesía o impertinencia. Sacó su guitarra y comenzó a improvisar un fraseo, un punteo, una escala verdaderamente sublime. Estaba a mi lado y permanecí hipnotizado hasta que casi dejo pasar la estación donde me bajaba.
Regreso por la tarde donde pasé casi toda mi infancia. Allí viven todavía mis padres: un barrio obrero donde nos hemos ido yendo y donde nuestro lugar lo han ido ocupando avalanchas de inmigrantes. Las personas como mis padres se van haciendo viejos y se cruzan en el ascensor con extranjeros que poco a poco se van haciendo habituales. Me cuentan que hace poco el señor del noveno se murió en la calle. Le quitaron el reloj y la cartera. Siempre nos saludaba a mis hermanos y a mí con cariño. Decía que éramos buenos chavales porque desde mi casa salía a todo volumen, desde el órgano electrónico de mi hermano, el himno nacional, que es la mejor pieza musical que le salía. En el barrio los edificios se ven antiguos, los portales envejecidos, los árboles imponentes. Se ven muchos inmigrantes con niños pequeños. Cuesta entender cómo logran sobrevivir en este país en crisis.
Leo esto días El Danubio de Claudio Magris. Libro desde ahora para mí imprescindible. “Rechazados hace trescientos años, los turcos regresan ahora a Europa, no con armas sino con trabajo, con la tenacidad de los Gastarbeiter, inmigrantes, que, soportando humillaciones y miserias, echan poco a poco raíces en una tierra que conquistan con su oscuro esfuerzo. En diversas ciudades de Alemania y de otros países, las aulas escolares se despueblan de niños alemanes y se llenan de niños turcos”.
A pesar de que el autor reivindica para su libro la categoría de novela, desde el principio me ha gustado el tono viajero y el anecdotario de historias simplemente deliciosas. Para mí el libro es claramente el diario de un viaje a través de este río y de su historia.
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