El pasado diecisiete de mayo, viernes, debía
ir yo a Segovia para dejar el coche porque al día siguiente era el señalado
para afrontar lo que para unos era la primera etapa hasta Santiago en bici y para
otros, como yo, era una etapa sola, con lo cual debíamos buscarnos la vida para
volver. A unos les vino a buscar la mujer, otros volvieron con la furgoneta de
apoyo y otros, como mi hermano y yo volvimos como he dicho, con el coche que
previamente había dejado.
El día era frío, de los más fríos justo antes
de comenzar la primavera. El puerto de Navacerrada estaba envuelto en nubes y
hacía viento. El termómetro no pasaba de los tres grados. En la Boca del Asno
paré a dar un pequeño paseo y en Valsaín paré a tomar un café porque era el
sitio que habíamos de comer al día siguiente, una vez alcanzada la meta. Pero
todo esto no tiene la mayor importancia a no ser porque dejé el coche cerca de
la estación del AVE y me fui caminando hasta el centro de la ciudad. En poco
más de media hora estaba caminando por el comienzo de los arcos enanos del
acueducto. Mi intención era visitar las tres o cuatro librerías del centro,
comer y luego caminar hasta la estación para coger el tren y llegar a casa.
Un de las librerías de viejo era muy bonita.
Tenía infinidad de tomos antiguos y viejos pero apenas vi nada que pudiera
tener interés para mí. Tenía muchos cachivaches colgados del techo así como
maletas, calaveras y jarrones repartidos por los muchos muebles. Un hombre
mayor estaba sentado al fondo y escuchaba música de Bach pero con ritmos de
jazz. Otro se encontraba nada más entrar y estaba sentado en un despacho encima
de una tarima, como las clases de colegios antiguos. Me fui un poco
desilusionado. Luego entré en otra. Tenía muchos libros pero casi todos eran
iguales. Ediciones modernas y previsibles. Al final, casi en la plaza del
acueducto, entré en una librería pequeña
que contaba a su vez con una pequeña cafetería. Liberbodega era el nombre. El
señor, muy amable, me dejó curiosear. Me preguntó si buscaba algo en especial y
le dije, sin ninguna esperanza de encontrarlo si tenía algo de Trapiello o de
Cheever, cuyos diarios leía en estos días. No tenía nada y ni siquiera le
sonaba el apellido del americano. Cuando ya me iba me animó a que mirara en una
cesta de mimbre. No había nada. Pero de pronto vi el lomo finito y raquítico de
este librillo. J.R.J. y al ojearlo sentencias, frases cortas y nítidas,
aforismos, sabiduría entre los poros. “También el aforismo es obra de un
instante. Es un pensamiento esclarecedor, recogido con las palabras
imprescindibles”. Pregunté el precio: 4 euros. Me lo llevo. Tan caro debió
parecerle que me animó a llevarme otro del montón gratis. No quise así que él
mismo se acercó y buscó. Sacó un ejemplar medio muerto del año 1923 de Azorín “El
paisaje de España” de la editorial del hermano de Baroja, Rafael Caro. Le pagué
–no quiso tomar más que tres euros-, me preguntó cómo me llamaba, hablamos un
poco de literatura, aunque él era más de poesía, me deseó suerte, me recomendó
dónde comer –acertó de pleno- y me fui de lo más contento a dar cuenta de unos
ricos platos en la misma plaza del Azoquejo.
El
libro, de apenas cien páginas, dispone de 353 entradas. Se lee rápido pero a
veces uno tiene que hacerlo varias veces para entender qué ha querido decir.
“Para mí, no hay otras razones en la vida (ni
en la muerte) que las razones bellas”.
“No
está escrita para ganar concursos ni para halagar a los poderosos, sino para
sobrevivir”.
El niño que fui, ¿No está comido por los
gusanos del joven que fui luego? El joven que fui luego ¿por los del hombre que
soy?”.
“Cuando yo era niño y no había visto ponerse
el sol en el mar, ¡cómo yo, soñando, veía ponerse el sol en el mar!
Luego, vi ponerse el sol en el mar, y para
verlo bien tuve que acordarme de cuando yo niño, soñando, veía ponerse el sol
en el mar”.