Después de escuchar las dos magníficas conferencias sobre el Rastro que
impartió Andrés Trapiello hace unos años en la Fundación Juan March, en las que
se hablaba mucho de este libro, lo vi en el stand de Recoletos donde se exponen
los libros editados por la asociación de libreros, en el de otoño. ¿O fue en
verano? No sé, el caso es que en el Paseo de Recoletos montan la ristra de
casetas dos veces al año, en una hace frío, octubre, y llueve a menudo y en la
otra hace mucho calor, finales de mayo o junio. Veo en las anotaciones que hago
siempre a lápiz que lo adquirí en mayo. Qué mes más hermoso para ver y comprar
libros. El libro es una copia de la que fue segunda edición y tiene el prólogo
-quién mejor que él- de Andrés Trapiello. Por cierto que acaba de salir al
mercado la obra de éste sobre lugar tan singular; será mi regalo de reyes en
estupenda edición de Destino con las pintas inmejorables de su otro libro, Las
armas y las letras.
Mi
experiencia en el Rastro no da para mucho. Voy una vez cada dos o tres meses y
casi siempre llego de vacío a casa, si acaso con algún libro de saldo, a dos,
tres o cinco euros. Nunca los he visto a cuatro, curiosamente. Se nota que la
gente acumuladora de libros se está muriendo. Hay verdaderas montañas y pocas
son las personas que se interesan. Eso sí, las que se ponen a rebuscar lo hacen
con verdadera neurosis, con estrés, con ansia. Quién sabe qué tesoro habrá
escondido debajo de ese montón, en las cajas aún por desembalar. Hay otros
puestos en los que se venden libros nuevos a mucho mejor precio que el de los
comercios donde son tan rígidos. He visto la Vida del Dr. Samuel Johnson por
treinta euros. No sé cómo pueden conseguir esos precios a no ser que sean
robados.
Hace poco
compré una goma de tirachinas. Tenía desde hace muchos años un machete en cuya
funda va engarzado uno y hace mucho que se pudrió la goma. Me hacía ilusión
tenerlo listo otra vez. ¿Lo voy a utilizar? No. Lo he guardado en su caja y
seguramente cuando vuelva a abrirla estará otra vez inservible. Pero quizá sin
saberlo algo se ha ordenado un poco más dentro de mí.
Este
mismo domingo, nada más llegar, en El Campillo del Nuevo Mundo, en el puesto de
libros más inmediato, el librero le decía a un posible cliente que acababa de
irse Trapiello con su amigo Bonet así como dos o tres mujeres. Enseguida fui en
su busca pero ya se sabe que en el Rastro solo se encuentra lo que no se busca.
El libro
de Gómez de la Serna está escrito cuando el autor contaba 23 años. Parece
mentira que se pueda escribir así con esa edad. Se puede jugar muy bien a tenis
siendo casi un niño; que se lo pregunten a Nadal. Se puede tocar el piano muy
bien a los cinco o seis años, que se lo pregunten a Mozart y a unos cuantos
miles de niños en Japón y a unos cuantos millones en China, pero para escribir
de esa manera hace falta tener una experiencia de vida, una cultura y una
estética avanzada que cuesta mucho tener; es más, casi nadie consigue ese nivel
en toda una vida.
Enseguida
se da cuenta uno de que el texto es en realidad una lista, una lista de cosas
que tienden al infinito, un infinito cambiante. Como un río, el Rastro nunca es
el mismo. Puede uno ir cada domingo y encontrar a tipos distintos, cosas
distintas, colores distintos, atmósferas distintas, olores distintos. El último
día en una tienda vendían cuatro soldados de escayola casi a tamaño natural, soldados
vestidos como los de Napoleón, en actitud cariacontecidos, firmes e
imperturbables, como cuatro Cariátides salidas de las fosas de los miles
soldados de terracota hallados en China.
En el prólogo de Trapiello se advierte al
lector: “Métete lector en sus páginas y no te preocupe si aquí o allá pareces
aburrirte o estancarte o marearte un poco con la brillante exhibición
ramoniana. Este es un árbol copioso, verde y pleno de savia”. Es verdad. A
veces uno se atasca, pero se atasca como cuando va uno por la selva y tiene que
ir cortando hojas enormes, filigranas de flores, lianas carnosas. Al final
llegaremos a un claro hermoso y nos sentiremos como en casa.
A veces es cruel como solo puede serlo un
joven con la triste vida por delante: “La vejez innoble, descuidada, enervada,
emplastada, que solo acaba viviendo de su ardor fecal, la vejez de casi todos
los viejos es como la confesión del crimen, de la insensatez de su juventud, en
la que no cuidaron de buscar motivos sinceros de vivir, juventud en la que no
tuvo firmeza y franqueza la sensualidad, juventud de la que no asumieron los
principios libérrimos, juventud que hizo casual, inmerecida, ambigua,
contradictoria, su propia belleza; crímenes que no pueden prescribir con la
vejez, porque bien mirado es la vejez tan inmediata a la juventud, que el momento
implacable, injusto, anodino, impasible, de esa juventud no ha pasado por
ningún largo trámite depurador y transformador”.
“-Y esa máquina, ¿para qué sirve?- se les
pregunta a los prenderos. Ellos no lo saben. Ellos la conservan porque esperan
a ese alguien que vendrá por ella, que sabrá apreciarla en todo su valor”.
El Rastro es un inmenso cubo de basura
moderno de cosas antiguas. También a la vez un cubo de basura moderno donde
podemos hallar unas mesitas de noche sin estrenar como las que encontré una vez
y se llevaron mis padres para su casa de la playa.