Dicen los que saben
de estas cosas, los que catalogan a los escritores como si fueran insectos, que
Ignacio Aldecoa pertenece a la tendencia neorrealista. Es decir, intenta contar
las cosas reales tal como pasan. La novela es de 1957, los años grises de la
posguerra española. Tiempos duros en los que las personas debían dejarse la
piel para poder llevar un plato de comida a su casa.
El libro, de
aquella colección de El País de lomos rojos, (qué poca prensa apuesta ya por
ofrecer libros con sus periódicos), lo tenía desde hace once años y siempre
había postergado la lectura precisamente por eso, porque me costaba trabajo
meterme en una neorrealidad aumentada por estar encima dentro de un barco
pesquero de altura. En El Gran Sol.
Yo creo que hay
novelas que pasan peor que mejor el paso del tiempo. ¿Quién lee hoy a Aldecoa?
Se explica la difícil
convivencia entre los pescadores, el difícil trato de algunos de ellos, entre
ellos y con sus familias, las tareas pesadas a bordo, los olores, la bebida, la
suciedad, la inmensa negrura del mar en una noche de tormenta, las novelas del
oeste para matar el tiempo, las mismas historias masticadas de catástrofes
marinas.
He podido con ella
pero se me ha hecho pesada algunas veces. No estamos acostumbrados ya a leer
esta prosa desnuda, sin ninguna gana de agradar al lector, donde se cuentan las
cosas tal como pueden suceder, tan vanas y vulgares. Sin embargo uno puede encontrar, si está
atento, alguna golosina brillante: “Juan Ugalde redondeaba el vientre con las
primeras respiraciones profundas del sueño. En el rancho de proa se sentía el
silencio, se palpaba el silencio, sonaba el silencio, compacto, gelatinoso,
triste, de las siestas colectivas: prisión, cuartel, barco”.