domingo, 22 de agosto de 2010

22 de agosto de 2010


En cierta ocasión me contaron que en los servicios de urgencias de algunas ciudades de Estados Unidos, imagino que también en Europa, se recibían de vez en cuando llamadas de socorro solicitando la presencia policial o médica en un domicilio. Cuando estos servicios llegaban se encontraban a mujeres o a hombres desesperados que lo único que querían, que lo único que solicitaban, era contacto humano, que alguien los tocara. He ahí la fuerza demoledora de la soledad.
El otro día pasé por la puerta de un establecimiento y apunté el número de una masajista. Sabía de ella a través de una amiga que solicita sus servicios periódicamente por sus problemas de espalda. Me dijo que era una chica maja y, en fin, me decidí. La llamé por si tenía un hueco y me dijo que el único era ir ahora mismo, así que me fui nada más comer. Es una mujer guapa y alegre. Desenvuelta, acostumbrada a tratar con todo tipo de gente. Enseguida me sentí tranquilo, lleno de confianza. Se presentó y me hizo la pregunta de rigor: bueno, ¿qué es lo que tienes? ¿qué te duele? Me quedé un segundo sin saber qué decir. Le dije que no me pasaba nada, simplemente, le dije, me gusta que me toquen. Ella se echó a reír y supe que me entendía. Me frotó la espalda con fuerza, alternando omoplatos con riñones, columna con cuello. Se humedecía las manos con esas pomadas olorosas. Cuando acabó estaba algo mareado, feliz, le prometí que volvería. Con qué poco se conforma uno, pensé. Cuánto necesitamos que nos toquen, desde niños hasta que somos viejos.
Me he acordado de un anuncio de refrescos de hace unos años: ¿por qué corre usted? Para tener sed. Siempre me acuerdo de este anuncio en verano. En efecto, beber cuando uno ha hecho ejercicio y tiene sed, es uno de los placeres más intensos de la vida. También uno de los tormentos más espantosos cuando no se puede satisfacer esa necesidad. En las crónicas de muchos viajeros, sobre todo las de los que han viajado por África, se cuentan historias espeluznantes de hombres y mujeres que han debido superar días sin agua en medio del desierto. Kapuscinski en Ébano, T.E. Lawrence en Los siete Pilares de la Sabiduría, Richard F. Burton en sus crónicas de exploración de las fuentes del Nilo, Javier Reverte, este viajero español, formidable cronista que de vez en cuando se mete a mal novelista, etc.
En la Vía de la Plata que hicimos hace poco, en una etapa realmente interminable nos quedamos sin agua. No había ninguna fuente, ninguna población. Estábamos en lo más apartado de la dura Extremadura. Llegamos a un caserón solitario y llamamos a la puerta. Nos abrió un señora después de un rato. Le pedimos si nos podía vender alguna botella. Y nos contestó de manera poco amable que el agua que había en esa casa era para el consumo de su familia y que no vendía agua a nadie. Luego nos cerró la puerta. Nos quedaban aún veintitantos kilómetros para llegar a algún sitio en el que hubiera agua. El sol caía con rabia en medio de llanuras inacabables. Sufrimos. La boca se empasta y la imaginación te hace ver visiones, te atormenta. Cada célula de tu cuerpo te pide agua desesperadamente. Cuando al fin llegamos a una gasolinera compramos varias botellas de agua y de cerveza fría. El placer de los primeros tragos es algo que solo se puede comparar con lo mejor que uno pueda imaginar.
Yo, vestido de MTB con las ruinas de Castrotorafeque (Zamora) a mis espaldas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

jajaj... así que te gusta que te toquen... (qué morro el tuyo) Con bastante frecuencia mi cuerpo es vivisitado por manos expertas. Una vez me dieron uno a cuatro bandas, ¡el sueño de mi vida! qué gusto; pero sin lugar a dudas, el mejor de todos es cuando tienes algún punto jodido y las manos milagrosas se centran en él producindo ese dolor cercano al placer. Ya te contaré el momento más surrealista que viví en medio de uno.
ah, por cierto, mis manos tb lo son, milagrosas.

Y en cuanto a la sed, los calores... Una ruta: el tiempo anunciado para ese día era fresco, pero se equivocaron. A mitad del camino nos sorprendió una ola de calor que casi acaba con todos. Sin agua y bajando por medio de un barranco que parecía interminable. Los pies corrían intentado llegar cuanto antes a la "civilización", y el pensamiento comunitario era unánime: agua, agua, agua... todos habíamos acabado con las reservas.
Cuando vi la primera casa me acerqué en busca de vida y pedí agua, me daba lo mismo que fuera empozada, de estanque... sólo quería beber. Horrible, sí, la sensación es horrible. Juro que nunco me supo tanto a gloria una coca cola como la que me bebí aquel día al llegar a un bareto.

tuti