“Si al menos tuviera esta noche un contacto humano…” Pensó Julián. Hacía ya un rato que se habían apagado las luces de la churrería y del jolgorio de la gente. Apenas quedaba nadie y los pocos que se veían, achispados por el alcohol, caminaban deprisa hacia sus hogares, donde eran esperados por sus familias para celebrar la noche buena. Julián no tenía a nadie ya. Estaba sentado en el soportal mientras le caían copitos de nieve tan pequeños como los fulgores de la ceniza. Tenía esperanza de que pasaran por allí los servicios sociales a llevarle al menos una escudilla de sopa caliente pero pasaban los minutos, los eternos minutos, y no sentía venir a nadie. Le molestaban sobre todo las puntas de los dedos y el culo; apoyado en el frío escalón de granito. “Si al menos tuviera esta noche un contacto humano; que me diera por un rato consuelo y compañía…” Pocas veces había notado tan intensamente que su cuerpo, que el mundo entero, era una prisión de la que era imposible escapar. “¿Existen los milagros? ¿Hay alguien en el mundo que pudiera ayudarme esta noche?” Tenía metida su cabeza seca dentro de su abrigo gastado; envuelta a su vez en una bufanda descolorida. Quería que al menos esta noche pasara rápido y llegara la luz y la gente, para que alguien se acercara y le diera una moneda, un contacto humano. Apoyó la espalda contra la puerta de hierro pero sintió aún más frío así que se encogió metiendo sus manos en el estómago, balanceándose adelante y atrás, adelante y atrás. Al rato metió la mano en el bolsillo y sacó su último cigarro; no podía esperar más. Justo cuando le prendió fuego vio que alguien se acercaba. Era un hombre grande que tenía un abrigo largo y usaba unas botas de suela gorda que al andar hacían ruido por las hebillas.
Cuando estuvo a dos pasos Julián se dirigió a él: “¿Quiere una calada, amigo? Feliz Navidad”. El hombre paró su marcha, se giró hacia él y se agachó cogiéndole el cigarro; luego lo tiró al suelo y lo aplastó con su bota. Sin decir palabra se abrió el abrigo y sacó un bate de béisbol con el que golpeó la cabeza de Julián. Luego siguió su camino.
De pronto Julián recordó una noche de verano en el que todos reunidos veían la tele desde la calle, sentados en sus mecedoras. Tan mal se veía la tele, llena la pantalla de puntos negros, grises y blancos, recordó Julián, que su padre la apagó, pero aún quedó un punto blanco en el medio. Un punto brillante que tardó un rato en apagarse. Julián recordó que su padre sacó la guitarra para que todos cantaran mientras el punto blanco, en medio de la tele, iba desapareciendo poco a poco.
Julián podía ver el mismo punto blanco en medio de sus ojos mientras iba dándose cuenta que sí podía ser posible escapar del mundo, de su propio cuerpo.
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