Desde que salió tuve interés en comprar este libro. El título, terrorífico, la ilustración de la portada, tétrica. Y el autor, qué sabía yo del autor…, que había escrito El bosque animado y que Alfredo Landa era el protagonista, que Trapiello le dejaba un retrato jugoso de él en sus Armas y las letras. Ediciones 98. 185 páginas (inéditas hasta ahora, dicen) y 19 eurazos.
Durante muchos años se ha mitificado a la Segunda República. Pero aquello fue un experimento con gaseosa encima de un volcán. En menos de un mes ardían un montón de iglesias y cadáveres aparecían cada mañana. Revoluciones en la tierra y debajo de ella, en las minas.
Este libro lo editó en Portugal en el año 38. Él padeció de primera mano el terror desatado en el Madrid sitiado. La ley dio paso a la arbitrariedad más cruel. Tener gafas redondas y no tener callos en las manos te podía condenar a muerte. Muchas de las personas se refugiaron, como él, en diversas embajadas protegidos por diplomáticos espantados del odio que se respiraba en las calles. “La comparación más exacta es la de una embarcación que navega hacia una catarata”.
“Tuve por seguro que la paz solo es un periodo de descanso que se conceden los hombres cuando la tarea habitual de matar les fatiga”.
Habla del criminal García Atadell al que tantas veces he encontrado en las páginas de ese periodo. No mataba a sus contrincantes por ser ricos, los querían sustituir. “Un ladrón, en fin, no es más que un burgués impaciente”. Murió al garrote vil en Sevilla cuando huía a América con un botín pesado y valioso.
“entre cierta categoría de gente, una ofensa puede ser olvidada, pero un favor no se perdona nunca”.
Se preguntaba a sí mismo Wenceslao “si, en verdad, podría volver a encontrar alguna vez en mi corazón la fe suficiente para estimar de nuevo a los hombres”.
Un repaso el que pega a algunos de los más firmes protagonistas del desastre: a Largo Caballero: “Personaje frío, inculto, tenaz y autocrático que se llamaba Largo Caballero.
Caballero, cediendo a los impulsos de su carácter, absorbente, inexorable, intransigente y tiránico, juzgaba que el partido era él, la guerra era él. España era él y el mundo era él”.
En la Transición, durante décadas se ha creado como decía el mito de la República. Todo era maravilloso y exacto hasta que vino el malvado Franco. Y él lo avisa en un párrafo rotundo: “Cuando nosotros desaparezcamos, los que vivimos esta verdad tremenda, las generaciones que lleguen después reputarán estos hechos –lamentablemente exactísimos- como exageraciones de un partidismo inflamado”.
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