Va tejiendo durante una pila de capítulos historias de gente errante. Nos deja en el aire la desaparición de una madre con su hijo que se han bajado del coche para hacer sus necesidades. Y te quedas en ascuas para retomarlo al final del libro. O te habla de personajes tan fascinantes que debes ir a la enciclopedia a ver si ha existido o no.
Saberes inútiles y encantadores: “Estambul era una ciudad llena de perros callejeros semisalvajes. Surgió incluso una nueva raza: un perro de tamaño mediano, pelo corto, pelaje claro, blanco o crema. Los perros vivían en los muelles del puerto, entre cafés y restaurantes, en calles y plazas. Por la noche se internaban en la ciudad para cazar; se mordían, escarbaban en la basura. Indeseados volvieron a los viejos comportamientos naturales: unirse en manadas, elegir líderes como los lobos o chacales”.
La increíble historia de Soliman que de esclavo arrancado en África llegó a ser un personaje indispensable en Austria, en la corte del emperador.
“Un viejo conocido me ha dicho que no le gusta viajar solo. Aduce que cuando ve algo extraordinario, nuevo, bello, desea tanto compartirlo con alguien que se siente infeliz si no tiene con quién hacerlo. En mi opinión, no tiene madera de héroe”. En la mía tampoco.
Acabo el libro mientras en las calles la gente busca desesperadamente una señal de wifi, una luz, una solución ante el gran apagón. 28 de abril a las 12:32: el mundo se vuelve dolorosamente analógico.